Domingo XXX del Tiempo Ordinario -B- Reflexión
El ciego Bartimeo estaba sentado al borde del camino y, en cuanto se enteró de que pasaba por allí Jesús Nazareno, empezó a gritar, pidiendo auxilio con todas sus fuerzas. Cuanto más trataban algunos de impedírselo, más fuerte gritaba él. Y, en cuanto se ente-ró de que Jesús le llamaba, soltó el manto, dio un salto y con toda la fuerza de su gar-ganta y de su alma le dijo a Jesús: “Maestro, haz que pueda ver”. Y Jesús de Nazaret, luz del mundo, le devolvió la vista. Este relato del ciego Bartimeo puede ofrecernos hoy a nosotros muchos puntos de reflexión.
¡Señor, que pueda ver!, deberíamos repetirla constantemente nosotros como el ciego Bartimeo, y deberíamos repetirla con el convencimiento pleno de que necesitamos ver. Ver de manera nítida y clara. No se trata de ir a una óptica para que nos corrijan la vista y conseguir los lentes apropiados. Vemos con los ojos del cuerpo, pero quizás están ciegos los ojos del espíritu, los ojos del corazón.
Estamos ciegos, por ejemplo, si no vemos a Jesús en la persona del hermano, particularmente en el enfermo, en el más pobre. Estamos ciegos si no percibimos con claridad la presencia de Cristo en la Eucaristía, en la Palabra que se nos proclama y en la comunidad que se reúne. Ciegos también, si preferimos la oscuridad de nuestro pecado a la claridad de la gracia y el perdón.
Ciegos, si sólo vemos en los demás lo negativo de su vida, y no las cosas buenas, que las tiene y que abundan más. Ciegos también, si no vemos la necesidad y el deber de trabajar por un mundo más humano, más justo, más solidario, o por una familia más unida, o una parroquia mejor, sino que buscamos sólo nuestro propio bien, no importa cómo vivan los demás. Ciegos, si entre los “dos señores”, Dios y el dinero en palabras de Jesús, nos quedamos con lo segundo y dejamos de lado al Dios vivo, nuestra mayor riqueza, Padre de todos, Padre bueno y misericordioso. Ciegos…
Pero lo peor no es estar ciego. Es más grave no sentir la necesidad de curarnos de esta ceguera, porque nos sentimos cómodos en ella, sin echar en falta la luz que nos indica el camino que lleva a la vida...
El ciego Bartimeo estaba al borde del camino. Y quizás también lo estamos nosotros. Al borde o a un lado, viendo o sabiendo que pasa Cristo, perdiéndonos el encuentro perso-nal con quien es la vida, la paz, el médico para nuestra ceguera. Hemos oído hablar de Jesús muchas veces, pero quizá dejamos que pase de largo, sin acercarnos a él, al con-trario de lo que hizo el ciego Bartimeo
Estar al borde del camino significa ser indiferentes a todo lo bueno que ocurre a nuestro alrededor, sabiendo que Dios sale a nuestro encuentro en mil oportunidades, en muchos momentos de la vida, en la historia del mundo y en mi historia personal. Bartimeo clamaba a Jesús. Con fuerza, con insistencia. Y en cuanto oyó que lo llamaban, soltó su manto, que era todo lo que tenía, y dio un salto hasta donde estaba Jesús. Dejó todo lo que tenía, para conseguir un bien mayor.
¿Qué estamos dispuestos a dejar nosotros para acercarnos a Jesús que nos llama y nos quiere curar, nos quiere salvar? Habrá que dejar de lado el “manto” del egoísmo que mata el amor generoso, la soberbia que impide mi relación con Dios y el hermano, la ambición que busca sólo mi propio bienestar a costa de los demás, la lujuria con la que se profana mi cuerpo en cuanto templo del Espíritu Santo, la violencia en mis palabras, mis gestos y mis actos… Todo esto es, o puede ser, mi manto con que nos cobijamos o arropamos. ¡Cuántos mantos hay quizás en mi vida que tendría que soltar para llegar a Cristo y dejarme curar por él! Cada cual verá.
Al final de este párrafo del evangelio hay un detalle muy significativo. El ciego, al verse salvado por Jesús y curado de su ceguera, se hace seguidor suyo. Es la consecuencia del encuentro personal con Cristo. Una condición indispensable para seguir a Jesús, que eso significa ser cristiano, es dejar todo aquello a lo que estamos apegados y que nos impide caminar en la fe con más decisión, con una convicción a toda prueba. El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Este es el único camino que lleva a la vida.
Por último, me pregunto: ¿No será que radica aquí una de las causas, quizás la más im-portante, de la falta de vocaciones al sacerdocio y la vida religiosa? Claro que hay que dejar todo para seguirle. ¿Y qué? Dejas todo, pero consigues el Todo. Dios llama ahora igual que siempre. ¿Qué pasa entonces? Ahí queda la pregunta.
P. Teodoro Baztán Basterra
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