II DOMINGO de PASCUA. DOMINGO de la DIVINA MISERICORDIA
De una u otra manera todos tenemos un ansia de vencer; luchamos, nos exigimos lo que haga falta, nos empeñamos y soñamos… Es una constante forma de enfrentarnos a la realidad y más cuando están en juego ilusiones que las creemos válidas, necesarias y urgentes. Lo contrario es permanecer en una actitud de pase lo que pase, aguantar mecha y dejar que en otro momento se resuelvan las cosas… ¡Eso es lo que pensamos! Y, sin embargo, en el ámbito de la fe y en un tiempo como éste, la Pascua, llama nuestra atención -¡ojala lo creyéramos!-, para escuchar algo tan impensable: Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe (1 Juan 5, 4).
La afirmación es categórica y, sin embargo, es real, llena de verdad y fundada en el Resucitado. Cuando se habla de la fe y teniendo en cuenta que se trata de una Persona a la que nos entregamos en la misma fe, debemos tener claridad absoluta de quién es esa persona. Esa persona es Jesucristo; se trata del mismo que se sometió al bautismo administrado por Juan y que significa como una introducción a su vida mesiánica. Se trata del mismo que sufrió la muerte de cruz, derramando su sangre como expiación por los pecados de la humanidad. Esta vinculación a la historia es la que garantiza al cristianismo vivir en la fe y desde la presencia siempre misericordiosa de “quien ha venido a salvar y no a condenar”.
La vida cristiana es una expresión viva de Jesús resucitado, de quien ha dominado la muerte y que ha vencido al pecado. Su victoria no se encierra en Él solo: su victoria es una eclosión de alegría y de fuerza, de perdón y gracia, de luz y de gozo que llega a todos y a cada uno de los que creen en Él. Su aparición ante los apóstoles y su declaración absoluta: Paz a vosotros, es bastante más que un saludo; es una paz que surge del favor divino. Él lo ha logrado a través de su muerte, es un don y regalo que se nos concede, no un premio que nosotros hayamos merecido. Es, pues, momento constante de reunirnos como Iglesia, siendo conscientes de un miedo incluso mayor del que tenían los discípulos por causa de “los judíos”, pero teniendo la certeza de que lo que el “Señor ha comenzado en nosotros, lo llevará hasta el final”.
Los cristianos tenemos miedo a un mundo, a una sociedad que están al margen de la fe y que, sin embargo, hostigan y hasta limitan nuestra confesión de fe. Puede sorprendernos incluso, porque tenemos más miedo que los apóstoles, que la presencia de Cristo Resucitado no tenga la suficiente fuerza como para llenarnos de fe y de audacia…Muchas veces nuestro corazón es ciego a la luz de Dios y es que nos empeñamos en seguir nuestro propio camino y por eso mismo caminamos con los ojos tapados. Aun así, Cristo Resucitado nos ama entrañablemente -es Divina Misericordia-, y no toma en cuenta nuestra incredulidad ¡No somos mejores que el apóstol Tomás!
La realidad, ayer como hoy, es la providencia del Señor que nos enseña a vivir desde una presencia y una llamada interior, nos envía su Espíritu. Esa es la garantía más plena y maravillosa de Dios en nosotros. Al igual que a los apóstoles, nos dice: Recibid el Espíritu Santo. Así comienza en nuestra
El fondo de todo esto es la Resurrección del Señor. Es la certeza del Espíritu prometido hoy en el Evangelio, es la certeza del Espíritu que invade a los apóstoles en Pentecostés, es la gracia que los cristianos recibimos en el bautismo. La Palabra de Dios va cayendo en todos los surcos de la vida y, como Iglesia, una multitud de hombres y mujeres encuentran el Camino, a Cristo, y orientan su vida, su persona, los dones recibidos., la salud y la enfermedad, en un clima que sobrepasa lo acostumbrado y lo mediano, el cumplimiento y una religión sin fondo ni forma.
El punto de partida es claro: en esto consiste el amor de Dios: en que guardemos sus mandamientos (ib.). La lucha contra el mundo debe estar provocada por la fe y el amor; ahí está garantizada la victoria ya que la vida procedente de Dios es superior a la que proviene del mundo. Es cierto que la victoria no es nuestra sino de la fuerza de los que han nacido de Dios. Es la unión con Dios la que causa la victoria. Y la fe que vence al mundo tiene su centro en Jesús, el Hijo de Dios. La referencia a Jesús Resucitado es el punto de partida para vivir en el amor de Dios y quien da testimonio de esto es el Espíritu, que es quien garantiza la verdad y la eficacia salvadora de la fe. El testigo actual de cómo vivir guardando los mandamientos es el Espíritu que sigue dando testimonio en la Iglesia, después de la partida de Jesús.
Cristo ha resucitado, es el eje del pregón pascual que sigue resonando para que lleve a nosotros el convencimiento de esa verdad tan maravillosa que tan de cerca nos afecta a todos. De hecho, la resurrección de Jesucristo es la primicia de la nuestra. Necesitamos que la resurrección de Cristo nos convenza, que clave en nuestro corazón la verdad de la vida eterna. Estamos muy inmersos en nuestro pensar y obrar pretendiendo ser principio de nuestras acciones en el ámbito de la fe y eso nos lleva a un constante sí y no, balanceando mucho y pretendiendo que todo pueda aclararse según nuestras fuerzas.
Cuando, casi inconscientemente, juzgamos con facilidad al apóstol Tomás, sería bueno que cada uno/a repasáramos el itinerario de nuestra vida y descubriéramos cómo exigimos pruebas a Dios para salir al paso de las contradicciones que surgen en nuestro interior y pretendemos que Él se manifieste ya y en totalidad liberándonos de lo que creemos es exigente y hasta imposible… La confesión de Tomás encauza el camino cristiano y es porque entonces damos primacía a Dios y mostramos también en Quién creemos. De hecho, la humildad de Tomás tiene para nosotros la certeza de un Dios que siempre está con nosotros y nos llena siempre con su misericordia.
Hoy termina la Octava de Pascua y es ocasión también de alabar al Señor: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia (salmo 117).
historia personal y, consiguientemente, en la Iglesia, de la cual somos parte, una vida nueva, una fuerza interior que cambia nuestro ser y nuestro vivir hasta el punto de convertirnos en discípulos y testigos de Cristo en el mundo y en la historia. Nuestra vida, si se deja orientar y conducir por el Espíritu, se encamina a conocer que amamos a los hijos de Dios (ib. 5, 2). Así nació el grupo de los creyentes, todos pensaban y sentían lo mismo; lo poseían en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenían (Hechos 4, 32).
P. Imanol Larrínaga
0 comentarios:
Publicar un comentario