Una madre, un hijo, y Dios
El mundo moderno ha desarrollado una mentalidad permisiva en la que el sexo muchas veces se convierte en un juego y un momento del placer, un modo de actuar en el que desaparece el horizonte de la responsabilidad y de los auténticos valores morales. Otras veces el sexo es visto como un “ensayo de amor” que no pocas veces acaba en el fracaso, si es que no se trató de un miserable engaño. En este contexto, la sorpresa de una regla que se retrasa llega a ser vista como una auténtica tragedia: ha iniciado un embarazo no previsto.
Por eso, cuando una chica queda embarazada, la reacción de muchos es de apartamiento: la dejan sola con “su” problema. El padre, que es tan responsable como la madre de la existencia de ese hijo, en muchísimas ocasiones desaparece con una cobardía inusitada, si es que no revela una maldad profunda al presionar de mil maneras a la que antes decía amar para que ahora cometa la locura del aborto del propio hijo.
La decisión de una mujer soltera que dice sí a la vida de su hijo merece respeto y ayuda. Una ayuda que le permita llevar el embarazo con la máxima serenidad posible, por el bien de ella y por el bien del hijo, pues las emociones de la madre pueden ser decisivas para un sano desarrollo del feto y para una buena psicología del niño. Hay que superar especialmente las presiones externas y de las tensiones internas, para invertir las mejores energías para que el embarazo transcurra de modo positivo para madre e hijo.
Además, hay que ofrecer a la madre apoyo en las distintas dimensiones de su vida: personal, familiar, laboral o de estudios (si todavía está en una preparatoria o en la universidad), y en la maduración de su vida cristiana.
La mujer que afronta un embarazo sin casarse siente sobre sí una enorme responsabilidad. Sabe que su vida va a cambiar profundamente. En sus entrañas vive un hijo. Su organismo físico y su misma psicología se preparan para acogerlo, para vivir la hermosa aventura de la maternidad.
Pero hay que superar presiones de todo tipo. Del padre de la creatura, como dijimos, que quiere a toda costa eludir sus responsabilidades. De los mismos padres de la mujer, que a veces, en vez de apoyar a la hija, la presionan hacia el aborto, o le muestran un extraño e innatural desprecio, o incluso la amenazan con expulsarla de su propio hogar. De amigos y amigas, que le dicen una y otra vez que es joven, que no “arruine su vida”, que después ya nadie querrá casarse con ella, que piense en su trabajo o en sus estudios.
Juan Pablo II hablaba de esta situación y expresaba una queja profunda por la presión que sufren las mujeres, presión que lleva a algunas a ceder al aborto con todo el mal que ese gesto encierra:
“¡Cuántas veces queda ella [la mujer] abandonada con su maternidad, cuando el hombre, padre del niño, no quiere aceptar su responsabilidad! Y junto a tantas ‘madres solteras’ en nuestra sociedad, es necesario considerar además todas aquellas que muy a menudo, sufriendo diversas presiones, incluidas las del hombre culpable, ‘se libran’ del niño antes de que nazca. ‘Se libran’; pero ¡a qué precio! La opinión pública actual intenta de modos diversos ‘anular’ el mal de este pecado; pero normalmente la conciencia de la mujer no consigue olvidar el haber quitado la vida a su propio hijo, porque ella no logra cancelar su disponibilidad a acoger la vida...” (Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, n. 14).
La primera ayuda, muy íntima y muy hermosa, que recibe la mujer procede del mismo hijo. La misma presencia del bebé en sus entrañas aviva la conciencia de ser madre. Porque ese hijo dentro de ella, mirado con un poquito de cariño y con muchísimo amor, empieza a dar energías, a ofrecer ayuda, a iluminar el horizonte. Muchas madres solteras, después del parto, abrazan con una alegría inmensa al hijito al que amaron a pesar de dificultades enormes, y que también empieza, con esos modos maravillosos que tienen los hijos pequeños, a devolver amor a su madre buena.
Pero las dificultades no desaparecen con ese gesto magnífico de generosidad propia de una mujer grande y valiente. Por eso todo apoyo, toda ayuda, todo esfuerzo de quienes viven junto a la madre soltera será siempre bienvenido, si se basa en un verdadero amor hacia la madre y hacia su hijo, y si permite a los dos iniciar y continuar de la mejor manera posible el camino de la vida.
Los padres de la nueva madre, en ese sentido, pueden ayudar muchísimo. Dejemos de lado esas actitudes innaturales y tristemente posibles de padres que no perdonan a su hija lo que ha hecho. Gracias a Dios, son numerosos los padres buenos que apoyan, que dan consejos, que enseñan cómo cuidar al nieto, que lo tienen en casa si la hija tiene que ir todavía a clases o al trabajo, que se vuelcan sin límites en las mil eventualidades de los primeros meses.
También la parroquia y todos los católicos que puedan de alguna manera acompañar a la madre y a su hijo están llamados a hacer algo, poco o mucho, para apoyarles. Porque lo propio del cristiano es precisamente ayudar al más necesitado, a quien vive en una situación difícil. Y es muy difícil vivir como madre soltera.
Sería muy triste, pero ocurre, que la madre soltera se sienta despreciada o marginada en la parroquia, o note a su alrededor un extraño vacío y una continua actitud de críticas y de incomprensiones hacia ella.
Juan Pablo II denunciaba este desprecio como una forma grave de discriminación. “Además, todavía hoy, en gran parte de nuestra sociedad permanecen muchas formas de discriminación humillantes que afectan y ofenden gravemente a algunos grupos particulares de mujeres como, por ejemplo, las esposas que no tienen hijos, las viudas, las separadas, las divorciadas, las madres solteras” (Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 24). Ningún católico que lo sea de verdad puede caer en actitudes que impliquen ofender o despreciar a una madre soltera.
Hemos de recordar que lo propio de quien sea de verdad cristiano será precisamente apoyar a quien lo necesita con oraciones, con simpatía, con consejos prudentes y respetuosos, o simplemente con un “para lo que se ofrezca, llámame”.
El gesto valiente de la mujer que ha dicho sí a la vida de su hijo es tan grande que merece el máximo respeto y apoyo de todos los que formamos de alguna manera parte de la Iglesia. Por eso es hermoso ver a grupos de familias y de personas competentes (médicos, pediatras, educadores) que ponen en marcha centros de asistencia para acompañar a las madres solteras. Pero allí donde no existan esos centros, el apoyo sincero de todos en la parroquia, el afecto, la cercanía, y, sobre todo, el amor (algo mucho más profundo que el respeto) serán un auxilio excelente para la nueva mamá y para su hijo.
La ayuda, desde luego, debe ser integral. Como dijimos al inicio, hay que velar y ayudar a la mujer para que pueda insertarse plenamente en la vida social. A veces será una ayuda que le permitirá completar sus estudios. Otras veces será buscar medidas concretas para que pueda trabajar y mantenerse ella misma y a su hijo.
Pero lo más profundo es siempre la ayuda espiritual. La madre soltera necesita sentirse acogida por Dios, sentirse amada, especialmente cuando descubre a su alrededor actitudes de condena o de rechazo.
La acogida de Dios se experimenta sobre todo en los sacramentos. La confesión será un momento hermoso de encuentro con Cristo, el Salvador que no condena, sino que permite recuperar la propia dignidad y sentir el amor profundo del Padre. La Eucaristía se convierte en una necesidad, en la que la recepción digna del Cuerpo de Cristo llega a ser el alimento y la fuerza ante las dificultades que todos afrontamos cada día. La oración, personal o comunitaria, se convierten en un momento maravilloso para poner delante de Dios las penas y las alegrías, los problemas y la gratitud ante tantos dones. La cercanía de otros creyentes verdaderos, esos que no condenan sino que apoyan y acogen, será un bálsamo profundo que permite vivir en la propia comunidad parroquial como en casa, sin condenas quisquillosas.
La madre soltera puede también recurrir a la Iglesia celestial, y recordar a mujeres heroicas del pasado que dijeron sí a la vida del hijo.
Hay un ejemplo muy hermoso: el de Ana Velázquez. Ella fue madre soltera de uno de los primeros santos de América, san Martín de Porres. A ella se había unido, sin casarse, Juan de Porres, que llegó a ser gobernador de Panamá. Por su orgullo, Juan no quiso formalizar su situación y tardó años en reconocer que Martín y otra hija nacida de Ana Velázquez eran sus hijos, aunque también es cierto que luego ofreció ayudas a la madre y a los hijos.
Ana, en los momentos más difíciles como “madre soltera”, mostró su amor sincero y completo a sus hijos. Ese amor, que viene de Dios, es uno de los ingredientes maravillosos con los que Dios bendijo la vida de san Martín de Porres, que seguro intercederá desde el cielo por tantas madres solteras que viven su amor materno en situaciones muy duras.
Es posible que una madre soltera encuentre más pronto o más tarde una puerta abierta a un matrimonio llevado según Dios, con un hombre dispuesto a acogerla a ella y al hijo con amor, sin reproches por el pasado. Otras veces, por desgracia muchas, la madre encontrará que su camino va a ser el de vivir en adelante como ahora, sin un sano amor que culmine en un matrimonio, y con un hijo a quien alimentar, vestir y educar.
En este segundo caso, volvemos a recordarlo, el apoyo de los hermanos de la fe es muy útil para afrontar la situación con más paz y con más esperanza. Pero sobre todo será la oración personal de la mujer, su confianza puesta en Dios, que la ama como bautizada, como madre muchas veces heroica, la que le permita mantener vivo, incluso aumentado, ese amor hacia el hijo.
También un día el hijo, cuando perciba toda la generosidad, toda la valentía, toda la fe de su madre, sabrá darle las gracias por tanto amor, y podrá mirar hacia su futuro con la seguridad que da el ver que la vida es siempre hermosa, que la cruz se puede llevar con mucha paz cuando Dios acompaña a cada uno de sus hijos en los mil vericuetos de la existencia humana.
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