Sentirse bien haciendo el bien
Siempre es bueno reflexionar en la “pedagogía del amor”, en ese arte de conducir a los niños y a los no tan niños no por el miedo o el castigo, sino por el respeto, el cariño y el aprecio sincero y franco. Pero es posible que entre algunos educadores siga en pie, quizá inconscientemente, lo que decía el viejo refrán: “la letra por la sangre entra”. Es decir: sería necesario castigar y corregir con dureza para lograr algo en las mentes de nuestros pequeños.
Nosotros, desde luego, no aceptamos que para aprender haya que llegar a la sangre. Pero al condenar el viejo refrán nos damos cuenta de que la educación debe evitar dos extremos sumamente perjudiciales para la vida de todo niño. El primero consiste en no corregir ni castigar nunca; el segundo, en corregir y castigar con métodos que rayan en la crueldad más despiadada.
Como ya decían en su tiempo Platón y Aristóteles, conviene saber educar a los niños de forma que orienten bien sus sentimientos, sus momentos de placer y sus momentos de dolor, lo cual implica saber combinar bien esos dos elementos tan importantes de nuestra vida. ¿Por qué? Porque muchas veces, incluso sin pensarlo, el hecho de que creamos que algo nos va a costar mucho, o de que en otra actividad u objeto vamos a disfrutar más, puede ser determinante a la hora de que se haga o se deje de hacer algo (ir al trabajo o quedarse en cama viendo la televisión, por ejemplo).
Nosotros, desde luego, no aceptamos que para aprender haya que llegar a la sangre. Pero al condenar el viejo refrán nos damos cuenta de que la educación debe evitar dos extremos sumamente perjudiciales para la vida de todo niño. El primero consiste en no corregir ni castigar nunca; el segundo, en corregir y castigar con métodos que rayan en la crueldad más despiadada.
Como ya decían en su tiempo Platón y Aristóteles, conviene saber educar a los niños de forma que orienten bien sus sentimientos, sus momentos de placer y sus momentos de dolor, lo cual implica saber combinar bien esos dos elementos tan importantes de nuestra vida. ¿Por qué? Porque muchas veces, incluso sin pensarlo, el hecho de que creamos que algo nos va a costar mucho, o de que en otra actividad u objeto vamos a disfrutar más, puede ser determinante a la hora de que se haga o se deje de hacer algo (ir al trabajo o quedarse en cama viendo la televisión, por ejemplo).
Es por ello necesario saber orientar bien el propio sentir, pues sólo tendremos un hombre cabal, un auténtico ciudadano dueño de sí mismo, cuando hayamos conseguido una cierta satisfacción en el hacer el bien, y un hondo pesar en el cometer o constatar el mal. El hombre incompleto, el ser achatado en su formación integral, en cambio, es el que se siente mal cuando hace algo bueno o se siente bien al hacer el mal. Por eso la educación podía ser definida como un camino que permita al hombre rectificar y eliminar el placer en el realizar el mal, para ir creciendo, cada vez más, en el placer en la construcción de un mundo mejor.
Se podría objetar, sin embargo, que el deber y la honradez no deben subordinarse a la búsqueda de un premio, a la consecución del placer que sentimos cuando hemos obrado el bien. Esto es cierto, pero también es cierto que, si bien a veces podemos ser honrados hasta la testarudez, otras veces necesitamos algún apoyo sensible, al menos esa pequeña satisfacción del que alguien nos diga al oído: “¡felicidades, eres maravilloso!”, aunque ese alguien a veces sea uno mismo...
Al revés, ¿no nos ha detenido, antes de cometer un pequeño fraude o de concedernos algún vicio “diminuto” fuera de casa el pensar en los ojos severos de quien nos ama mucho y, por lo mismo, nos exige más? El ser humano no puede vivir sólo según la ley del “deber por el deber”, sino que necesita apoyos, muletas, premios o castigos, cielos e infiernos, para resistir tanto en la fidelidad a la buena obra comenzada, como en el rechazo de aquellas acciones más vergonzosas y turbulentas.
El viejo lema “la letra por la sangre entra” está, ciertamente, casi descartado en el ámbito de la enseñanza de contenidos, en las escuelas donde estudian nuestros hijos. Las matemáticas, la geografía, la historia, hay que enseñarlas con placer, con gusto, precisamente porque el placer refuerza y fija más los contenidos que queremos transmitir.
Esto ya lo había dicho Platón hace 2.400 años, mucho antes de que fuese “redescubierto” por el famoso (aunque muchas veces poco realista) Rousseau en el siglo XVIII... La moral, a su vez, debe ser enseñada con una buena pedagogía, esa que sabe unir los dos momentos, el de la premiación y el de la reprensión, para llevar al auténtico dolor por el mal cometido, y para sentir una honda satisfacción cuando el niño empieza a realizar actos buenos.
Bajando a cosas concretas, ¿qué debemos hacer cuando un niño pequeño, que apenas puede tener malicia, le quita un juguete a su hermanito para “hacerlo rabiar” y mostrar que es más fuerte? La inhibición de los padres sólo puede reforzar al injusto en su “delito”, mientras que una reprensión oportuna, siempre en el ámbito del máximo respeto unido a la máxima claridad, ayuda a sentir ese dolor profundo que permite, poco a poco, eliminar algunos pequeños hábitos de injusticia que más tarde pueden degenerar en crímenes mucho mayores.
Al mismo tiempo, la sonrisa cariñosa de los padres ante la actitud generosa del hijo que presta sus juguetes a sus hermanos, puede ayudar a reforzar ese incipiente brote de virtud, que luego, un día, podrá llevar a que sigan viviendo en nuestra tierra personajes buenos y santos como san Francisco de Asís, la Madre Teresa de Calcuta o el Papa Juan Pablo II.
Sí: hay que ayudar a los niños a orientar sus sentimientos, y a sentirse bien haciendo el bien. Pero sin olvidar que, de vez en cuando, también nos hemos de ayudar a nosotros mismos, adultos, en ese largo camino en favor de la virtud. Nunca es tarde. Basta empezar siempre con la mirada fresca de un niño que se siente amado y que responde con amor al amor que recibe.
Se podría objetar, sin embargo, que el deber y la honradez no deben subordinarse a la búsqueda de un premio, a la consecución del placer que sentimos cuando hemos obrado el bien. Esto es cierto, pero también es cierto que, si bien a veces podemos ser honrados hasta la testarudez, otras veces necesitamos algún apoyo sensible, al menos esa pequeña satisfacción del que alguien nos diga al oído: “¡felicidades, eres maravilloso!”, aunque ese alguien a veces sea uno mismo...
Al revés, ¿no nos ha detenido, antes de cometer un pequeño fraude o de concedernos algún vicio “diminuto” fuera de casa el pensar en los ojos severos de quien nos ama mucho y, por lo mismo, nos exige más? El ser humano no puede vivir sólo según la ley del “deber por el deber”, sino que necesita apoyos, muletas, premios o castigos, cielos e infiernos, para resistir tanto en la fidelidad a la buena obra comenzada, como en el rechazo de aquellas acciones más vergonzosas y turbulentas.
El viejo lema “la letra por la sangre entra” está, ciertamente, casi descartado en el ámbito de la enseñanza de contenidos, en las escuelas donde estudian nuestros hijos. Las matemáticas, la geografía, la historia, hay que enseñarlas con placer, con gusto, precisamente porque el placer refuerza y fija más los contenidos que queremos transmitir.
Esto ya lo había dicho Platón hace 2.400 años, mucho antes de que fuese “redescubierto” por el famoso (aunque muchas veces poco realista) Rousseau en el siglo XVIII... La moral, a su vez, debe ser enseñada con una buena pedagogía, esa que sabe unir los dos momentos, el de la premiación y el de la reprensión, para llevar al auténtico dolor por el mal cometido, y para sentir una honda satisfacción cuando el niño empieza a realizar actos buenos.
Bajando a cosas concretas, ¿qué debemos hacer cuando un niño pequeño, que apenas puede tener malicia, le quita un juguete a su hermanito para “hacerlo rabiar” y mostrar que es más fuerte? La inhibición de los padres sólo puede reforzar al injusto en su “delito”, mientras que una reprensión oportuna, siempre en el ámbito del máximo respeto unido a la máxima claridad, ayuda a sentir ese dolor profundo que permite, poco a poco, eliminar algunos pequeños hábitos de injusticia que más tarde pueden degenerar en crímenes mucho mayores.
Al mismo tiempo, la sonrisa cariñosa de los padres ante la actitud generosa del hijo que presta sus juguetes a sus hermanos, puede ayudar a reforzar ese incipiente brote de virtud, que luego, un día, podrá llevar a que sigan viviendo en nuestra tierra personajes buenos y santos como san Francisco de Asís, la Madre Teresa de Calcuta o el Papa Juan Pablo II.
Sí: hay que ayudar a los niños a orientar sus sentimientos, y a sentirse bien haciendo el bien. Pero sin olvidar que, de vez en cuando, también nos hemos de ayudar a nosotros mismos, adultos, en ese largo camino en favor de la virtud. Nunca es tarde. Basta empezar siempre con la mirada fresca de un niño que se siente amado y que responde con amor al amor que recibe.
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