domingo, junio 15, 2014

Santísima Trinidad (Ex 34, 4b-6. 8-9; 2 Cor 13, 11-13; Jn 3, 16-18)


 "El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo vienen  a nosotros cuando nosotros vamos a ellos:
 vienen prestando su ayuda, vamos prestando obediencia; vienen iluminando, vamos contemplando; 
vienen llenando, vamos cogiendo... 
 (TEJ 76  4)

No es el momento de intentar desentrañar el misterio de la Santísima Trinidad para lograr entenderlo más y mejor. Esta tarea la dejamos a los teólogos. San Agustín escribió una de sus obras más importantes, que tituló De Trinitate, o acerca de la Trinidad. Pero sigue el misterio. 

Por otra parte, la palabra misterio significa no sólo “cosa arcana o muy recóndita, que no se puede comprender o explicar”. Significa también una realidad sagrada. Y realidad sagrada, en este caso, es la existencia de un Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- presente y muy  cercano a nosotros a lo largo de toda nuestra vida. Cercano con todo su amor, porque Él es amor. 

Es un amor del Padre, un amor del Hijo que prefirió morir para que nosotros tuviéramos vida, un amor del Espíritu Santo que nos acompaña en todo nuestro caminar por esta vida.

La vida trinitaria es amor compartido por las tres divinas personas y que se derrama abundantemente hasta nosotros, para que también nosotros lo podamos compartir con los hermanos. Con todos. Por lo tanto, no se trata tanto de conocer a fondo el misterio, cuanto de acoger, vivir y compartir el amor que recibimos de Dios.
 
Las lecturas de este domingo nos muestran un Dios cercano y presente en nuestras vidas, un Dios que actúa en la historia de la humanidad y en la de cada uno de nosotros. Como dice el salmo que hemos recitado: Dios es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. 

Dios acompaña a su pueblo camino de la tierra prometida (1ª lectura) y el pueblo encuentra en Dios apoyo, luz y guía en su caminar. Esta cercanía ha llegado a su máxima expresión en que el Padre envió a su Hijo para compartir nuestra misma naturaleza humana, salvarnos del pecado y de la muerte para siempre, y dar su vida por todos nosotros. Así lo dice el evangelio que acabamos de oír. Y la obra de la redención llega a nosotros por obra del Espíritu Santo que Jesús nos envía al volver al Padre.

Los tres, siendo un Dios único, plantan su morada en nosotros. Lo dice el mismo Jesús: Si alguien me ama, guardará mi palabra; y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él. Dios Trinidad está en nosotros, mora en nosotros, nos habita, somos su casa y su templo. Somos un sagrario de la divinidad. No cabe mayor cercanía. No cabe mayor amor.

¿Qué importa, por tanto, que no comprendamos al misterio de la Santísima Trinidad si experimentamos su amor? ¿Acaso el niño o bebé de pocos meses entiende y comprende en qué consiste ser padre o madre, si experimenta gozosamente su amor en todo momento? No cuestiona la realidad de sus padres, sino que experimenta y vive el amor de sus padres volcado a él.

¿Por qué Dios planta su morada en nosotros o se queda dentro de nosotros?: Porque nos ama inmensamente. ¿Para qué se queda?: Para que nosotros amemos a los demás de la misma manera. Si hemos abierto a Dios la puerta de nuestro corazón, no la podemos cerrar a nuestros hermanos, particularmente a quienes más necesitan de amor. A todos.

De ahí que tengan pleno sentido las palabras de la bendición litúrgica, que son las mismas con las que san Pablo se despide en la 2ª Carta a los Corintios: La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con todos vosotros. Gracia, amor y comunión. No hay palabras más hermosas que estas en el léxico cristiano. Son distintas, pero vienen a significar lo mismo.
La gracia, que es la vida nueva que nos regala Jesús si creemos en él. El amor de un Padre, como nos dice él mismo: Como un Padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles (Salmo 102, 13). Gracia y amor que se hacen comunión con Dios y los hermanos. 

Volvemos al ejemplo del niño pequeño: Si experimenta en sí el amor de sus padres sacrificado, lleno de ternura y delicadeza, un amor total y entregado, así será también su amor a los demás. Sabrá amar como él es o ha sido amado. 

En una sociedad como la nuestra, caracterizada por la competitividad, el egoísmo, la ambición y exclusión de quienes son o tienen menos, el creyente debe promover, entre otras cosas, la cercanía, la acogida, el servicio gratuito y desinteresado, el diálogo y el perdón. 

Si negáramos el amor a alguien, Dios -la tres Divinas Personas- se alejarían de nosotros, porque la gracia no podría estar en quien no ama al hermano, quienquiera que él sea. Lo dice a su manera san Juan: Miente quien dice que ama a Dios y no ama al hermano (1 Jn 4, 20).
P. Teodoro Baztán

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