domingo, abril 06, 2014

V Domingo de Cuaresma (A)

Salmo 129

Si llevas la cuenta de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes respeto.

Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz estén tus
oídos atentos a la voz de mi súplica.

Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora.

Aguarde Israel al Señor,
como el centinela la aurora.
Porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa;
y él redimirá a Israel de todos sus delitos.

DESDE LO MAS PROFUNDO

«Desde lo más profundo grito hacia ti, Señor».

Sea cual sea la oración que yo haga, Señor, quiero que vaya siempre precedida por este verso: «Desde lo más profundo».

Siempre que rezo, voy en serio, Señor, y mi oración brota de lo más profundo de mi ser, de la realidad de mi experiencia y de la urgencia de mi salvación.

Siempre que rezo, lo hago con toda mi alma, pongo toda mi fuerza en cada palabra, toda mi vida en cada petición.

Cada oración que hago es el aliento de mi alma, el latir de mi corazón, el testamento de mi existencia. En ella van mi derecho a vivir y mi esperanza de eternidad.

Voy de veras cuando rezo, Señor; no se trata de mera costumbre, rutina, necesidad de guardar las apariencias o de dar buen ejemplo; no es eso lo que me hace buscar tu presencia y caer de rodillas ante ti.

Es la necesidad de ser yo mismo, en toda la pobreza de mi ser y la grandeza de mi esperanza, la que me lleva a ti, porque sólo ante ti en oración es como puedo encontrarme a mí mismo. Por eso rezo, Señor.

Conozco mi indignidad, Señor, conozco mi miseria, conozco mi pecado. Pero también conozco la prontitud de tu perdón y la generosidad de tu gracia, y eso me hace esperar tu visita con un deseo que me brota también de lo más profundo de mi ser.

«Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora.
Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora».

Observa mi interés, Señor, comprueba mi ansiedad. Te necesito como el centinela necesita la aurora, como la tierra necesita el sol. Te necesito como el alma necesita a su Creador.

Cuando rezo, rezo con toda el alma, porque sé que tú lo eres todo para mí y que la oración es lo que me une a ti un vínculo existencial y diario. Por eso rezo, Señor.

Y hoy rezo en especial por mis rezos, oro por mis oraciones. Quiero realzar ante mi y ante ti su sentido y su importancia.

Rezo para que cada oración mía siga saliendo de lo más profundo de mi ser, y para que tú sigas viendo en cada petición mía una petición en la que va toda mi vida y todo mi ser.
«Desde lo más profundo grito hacia ti, Señor».


NUESTROS MUERTOS VIVEN

El adiós definitivo a un ser muy querido nos hunde inevitablemente en el dolor y la impotencia. Es como si la vida entera quedara destruida. No hay palabras ni argumentos que nos puedan consolar. ¿En qué se puede esperar?

El relato de Juan no tiene solo como objetivo narrar la resurrección de Lázaro, sino, sobre todo, despertar la fe, no para que creamos en la resurrección como un hecho lejano que ocurrirá al fin del mundo, sino para que «veamos» desde ahora que Dios está infundiendo vida a los que nosotros hemos enterrado.

Jesús llega «sollozando» hasta el sepulcro de su amigo Lázaro. El evangelista dice que «está cubierto con una losa». Esa losa nos cierra el paso. No sabemos nada de nuestros amigos muertos. Una losa separa el mundo de los vivos y de los muertos. Solo nos queda esperar el día final para ver si sucede algo.

Esta es la fe judía de Marta: «Sé que mi hermano resucitará en la resurrección del último día». A Jesús no le basta. «Quitad la losa». Vamos a ver qué es lo que sucede con el que habéis enterrado.

Marta pide a Jesús que sea realista. El muerto ha empezado a descomponerse y «huele mal».

Jesús le responde: «Si crees, verás la gloria de Dios». Si en Marta se despierta la fe, podrá «ver» que Dios está dando vida a su hermano.

«Quitan la losa» y Jesús «levanta los ojos a lo alto», invitando a todos a elevar la mirada hasta Dios, antes de penetrar con fe en el misterio de la muerte. Ha dejado de sollozar. «Da gracias» al Padre porque «siempre lo escucha». Lo que quiere es que quienes lo rodean «crean» que es el Enviado por el Padre para introducir en el mundo una nueva esperanza.

Luego «grita con voz potente: "Lázaro, sal afuera"». Quiere que salga para mostrar a todos que está vivo.

La escena es impactante. Lázaro tiene «los pies y las manos atados con vendas» y «la cara envuelta en un sudario». Lleva los signos y ataduras de la muerte. Sin embargo, «el muerto sale» por sí mismo. ¡Está vivo!

Esta es la fe de quienes creemos en Jesús: los que nosotros enterramos y abandonamos en la muerte viven. Dios no los ha abandonado. Apartemos la losa con fe. ¡Nuestros muertos están vivos!

El último evangelio, atribuido por la tradición a Juan, es un escrito que va a iluminar la vida de Jesús con una profundidad teológica nunca antes desarrollada por ningún evangelista.

Jesús no es solo el gran Profeta de Dios. Es «la Palabra de Dios hecha carne», hecha vida humana; Jesús es Dios hablándonos desde la vida concreta de este hombre.

Más aún, en la resurrección, Dios se ha manifestado tan identificado con Jesús que el evangelista se atreve a poner en su boca estas misteriosas palabras: «El Padre y yo somos uno», «el Padre está en mí y yo en el Padre».

Por supuesto, Dios sigue siendo un misterio. Nadie lo ha visto, pero Jesús, que es su Hijo y viene del seno del Padre, «nos lo ha dado a conocer». Por eso Juan va narrando los «signos» que Jesús hace revelando la gloria que se encierra en él, como Hijo de Dios enviado por el Padre para salvar al mundo.

Si cura a un ciego es para manifestar: «Yo soy la luz del mundo. El que me siga no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida».

Si resucita a Lázaro es para proclamar: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá».

A la luz de la resurrección, el evangelista revela que el objetivo supremo de Jesús es dar vida: «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia».

Es lo único que Dios quiere para sus hijos e hijas. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo» .

A la luz de la resurrección todo cobra una profundidad grandiosa que no podían sospechar cuando le seguían por Galilea.

Aquel Jesús al que han visto curar, acoger, perdonar, abrazar y bendecir es el gran regalo que Dios ha hecho al mundo para que todos encuentren en él la salvación.

UN PROFETA QUE LLORA

Jesús nunca oculta su cariño hacia tres hermanos que viven en Betania. Seguramente son los que lo acogen en su casa siempre que sube a Jerusalén. Un día Jesús recibe un recado: nuestro hermano Lázaro, “tu amigo”, está enfermo. Al poco tiempo, Jesús se encamina hacia la pequeña aldea.

Cuando se presenta, Lázaro ha muerto ya. Al verlo llegar, María, la hermana más joven, se echa a llorar. Nadie la puede consolar. Al ver llorar a su amiga y también a los judíos que la acompañan, Jesús no puede contenerse. También él “se echa a llorar” junto a ellos. La gente comenta: “¡Cómo lo quería!“.

Jesús no llora solo por la muerte de un amigo muy querido. Se le rompe el alma al sentir la impotencia de todos ante la muerte. Todos llevamos en lo más íntimo de nuestro ser un deseo insaciable de vivir. ¿Por qué hemos de morir? ¿Por qué la vida no es más dichosa, más larga, más segura, más vida?

El hombre de hoy, como el de todas las épocas, lleva clavada en su corazón la pregunta más inquietante y más difícil de responder: ¿Qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? Es inútil tratar de engañarnos. ¿Qué podemos hacer? ¿Rebelarnos? ¿Deprimirnos?

Sin duda, la reacción más generalizada es olvidarnos y “seguir tirando”. Pero, ¿no está el ser humano llamado a vivir su vida y a vivirse a sí mismo con lucidez y responsabilidad? ¿Solo a nuestro final hemos de acercarnos de forma inconsciente e irresponsable, sin tomar postura alguna?

Ante el misterio último de nuestro destino no es posible apelar a dogmas científicos ni religiosos. No nos pueden guiar más allá de esta vida. Más honrada parece la postura del escultor Eduardo Chillida al que, en cierta ocasión, le escuché decir: “De la muerte, la razón me dice que es definitiva. De la razón, la razón me dice que es limitada”.

Los cristianos no sabemos de la otra vida más que los demás. También nosotros nos hemos de acercar con humildad al hecho oscuro de nuestra muerte. Pero lo hacemos con una confianza radical en la Bondad del Misterio de Dios que vislumbramos en Jesús. Ese Jesús al que, sin haberlo visto, amamos y, sin verlo aún, le damos nuestra confianza.

Esta confianza no puede ser entendida desde fuera. Sólo puede ser vivida por quien ha respondido, con fe sencilla, a las palabras de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida. ¿Crees tú esto?”. Recientemente, Hans Küng, el teólogo católico más crítico del siglo veinte, cercano ya a su final, ha dicho que para él morirse es “descansar en el misterio de la misericordia de Dios”.

Fortalece la esperanza cristiana en la resurrección.
P. Julián Montenegro.

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Acerca de este blog

La Comunidad de Madres Mónicas es una Asociación Católica que llegó al Perú en 1997 gracias a que el P. Félix Alonso le propusiera al P. Ismael Ojeda que se formara la comunidad en nuestra Patria. Las madres asociadas oran para mantener viva la fe de los hijos propios y ajenos.

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