domingo, octubre 27, 2013

DOMINGO XXX del TIEMPO ORDINARIO

 Si nos preguntan en este momento cuál es el sentido de nuestra vida nos ampararíamos en seguida en los tópicos, seguramente en referencia a la situación  social que no da, de por sí, muchas esperanzas. Pero, si la pregunta fuese dirigida a la vida cristiana ¿qué responderíamos?

Es fácil escamotear la respuesta cuando no hay en el interior valores que sustenten una experiencia de vida en la que la presencia de Dios es básica y, por lo tanto, la referencia a Él es de fe. Y esto hace pensar en la necesaria definición de Dios: “es un Dios justo, escucha las súplicas del oprimido, no desoye los gritos del  huérfano” (Eclesiástico 35, 12- 14). San Pablo afirmará en su carta a Timoteo que “el Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles”. Es la expresión de un Dios real, inserto en la vida del hombre y que camina con él siempre que nosotros queramos.

Desde ahí hace falta clarificar algo importante: la mirada de Dios hacia nosotros y la nuestra hacia Él. El fariseo dice: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás”. Dios dice: “os digo que este bajó a su casa justificado”. Todo protagonismo, cuando no es humilde, no es verdadero, y muchas veces, nosotros, incluso ante Dios, asumimos lo que es gracia como si fuera un mérito nuestro. Y, entonces, la vida no está forjada en la fe, tiene una cierta propensión a hacernos tan importantes que nos creemos buenos y justos. Cuando escuchamos en la Palabra lo que dice san Pablo: “el Señor me librará de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo” (2 Tinoteo 4, 18), no estamos ante unas palabras de cumplimiento, son palabras que brotan de una experiencia de vida en Dios. Pablo está a punto de ser sacrificado y tiene la conciencia tranquila porque ha guardado las reglas del combate, de la fidelidad a Dios. Define así su vida como discípulo del Maestro. Y la lección es motivo para que los cristianos entendamos la vida en una lógica respuesta al ejemplo de Jesús y, en ese ejemplo, descubramos el camino que conduce a la verdadera vida.

 La mirada de Dios hacia el hombre debe entenderse en un ámbito de cercanía íntima, del Dios que habita en nosotros y que nos enseña desde su misma presencia en nuestro corazón que la justicia y la santidad está en evitar la certeza de la seguridad en uno mismo y, dejando en Dios toda nuestra esperanza, nos adentremos en el interior para escuchar la voz del Señor. El fariseo es escuchaba a sí mismo: “erguido, oraba en su interior” (Lucas 18, 11); el publicano pone toda su esperanza en el Señor: “¡Oh Dios!; ten compasión de este pecador” (ib. 18, 13) ¿Dónde se asienta la verdadera vida? Cuando el interior está limpio es cuando se escucha la palabra del Señor, no se busca a sí mismo ni pretende ser justo porque justo es solamente Dios. En el caso del fariseo no se busca a Dios sino solo su ropaje de vanidad y es que se contenta solo con su propia perfección humana. El publicano sube a Dios y se descubre hundido en la miseria; necesita salir de su pecado y pide con fe el perdón.

De hecho, uno y otro definen su vida aunque el punto de partida es completamente distinto. Toda actitud de bondad y de superioridad no tiene cabida ante Dios, es un cargarse uno mismo de la vanidad hasta el punto de una presunción que lleve al desprecio de los demás. La actitud de pavonearse de sí mismo es soberbia y, como tal, nunca es oración; más aún, es un apropiarse la santidad de Dios. Definir, pues, la vida es un encontrarse ante Dios y con la conciencia de que es la gracia la que lleva a un arrepentimiento y a un perdón. Pablo remarcará la fuerza de la gracia que transforma su persona: “Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no solo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida” (2 Timoteo 4, 8).

 Creer en el protagonismo de Dios en la vida cristiana y cimentar así la existencia nos lleva a valorar la realidad de nosotros mismos: estamos traspasados por el pecado y, sin embargo, podemos subir a Dios y descubrirnos hundidos en el pecado. En ese momento podemos llamar a Dios y solo importa un hecho: allí donde se encuentra un hombre abandonado y se decide a levantar sus manos suplicantes a Dios implorando bendición y ayuda, se realiza el encuentro con Dios: es el Padre que escucha la oración  del hijo pródigo. Al llegar hasta el fondo de sí mismo deja que Dios ilumine y cambie el corazón; se han unido en la vida la exigencia del perdón y el amor que Dios transmite.  ¡Cómo cambia el corazón humano cuando somos humildes ante Dios! Y es que “el que se humilla será enaltecido” (Lucas 18, 14).

Dentro de un campo de experiencia cristiana, la oración consistirá en abrirse con Jesús al Padre. En Jesús y con Jesús podemos descubrir que nuestra vida se halla llena del don que Dios le ofrece. De ahí viene la auténtica oración: consiste en tener la seguridad de que el fondo de todo no consiste en un vacío que repite el eco de nuestras propias voces; el fondo es un amor de Padre que se inclina a nuestra súplica y nos ama. La verdadera oración es la que descubre la realidad de la persona cristiana que se encuentra apoyada en el misterio de la muerte y resurrección de Jesús y se  siente perdonada.

Y, volviendo al principio, la definición de la vida cristiana está en gozar del misterio que Dios nos ofrece, gozar del mismo Dios como un regalo, vivir este misterio y expresarlo con alegría en todo momento. Esto es lo que el fariseo no supo (o no quiso) descubrir, porque se hallaba encerrado en el reducto de su propia santidad.  Por su parte, el publicano nos abre un horizonte; así lo expresa san Agustín: Preste atención vuestra caridad. Dijimos que el publicano no se había atrevido a levantar los ojos al cielo ¿Por qué no miraba al cielo? Porque se miraba a sí mismo. Se miraba a sí mismo para comenzar desagradándose a sí mismo y de esta manera agradar a Dios. Tú, por el contrario, te envaneces, tienes la cerviz erguida. Dice el Señor al soberbio: ¿No quieres mirarte a ti mismo? Yo te examinaré. ¿Quieres que te examine yo? Examínate tú. ¿Quieres que no te examine yo? Examínate tú. Por eso el publicano no se atrevía a levantar sus ojos al cielo: porque se miraba  a sí mismo y hería su conciencia. Él era juez de sí mismo, para que intercediese el Señor. Y en  verdad le defendió, pues pronunció sentencia a su favor: . Como él se examinó a sí mismo – dice-, no quise examinarlo yo. Le oí decir: . Quien dijo esto había dicho también: (san Agustín en Comentario al salmo 31 II, 11- 12).
P. Imanol Larrínaga

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