domingo, octubre 20, 2013

DOMINGO 29º del TIEMPO ORDINARIO


    Caminamos en el tiempo a la vez que el tiempo se disuelve y nuestras personas buscan algo que se contraponga a la rapidez de los días que pasan. Sin darnos cuenta vemos el ayer y, por otro lado, cada día se convierte en un interrogante ya que es necesario responder a la realidad. ¿Somos personas con clara conciencia del momento?

    El interrogante nos invita a entrar en el sentido trascendente de la persona y su misión en el mundo. Hay mucha diferencia entre buscar algo y a Alguien; de ahí que sustentar la existencia supone una fundamentación que vaya dando peso específico al hoy  y al mañana. Y, visto esto desde la fe, se nos plantea el encontrar la fuente en la cual bebemos la Verdad y, también, la fuerza para ser conscientes en nuestra valoración del momento en que vivimos. El hecho de “permanecer en lo que has aprendido y se te ha confiado” que dice Pablo a Timoteo (3, 14) presupone una experiencia de haber encontrado la sabiduría “por la fe que conduce a la salvación”. Y esta sabiduría está en la Escritura inspirada por Dios.

    El tiempo nos introduce en una lectura constante de la historia que, en la mayoría de los casos, no tiene fondo; es más bien una lectura superficial, sin compromiso, escapa pronto y no compromete. ¿Acaso no está aquí la clave de nuestra lejanía de la Palabra en la cual podemos encontrar el Camino, la Verdad y la Vida? Los cristianos estamos siempre invitados a la mesa de la Palabra y en ella topamos una Escritura inspirada por Dios que “es útil para enseñar, para reprender, para corregir, para educar en la virtud”. Es la Palabra,  no es una sin más, es la fuente de la vida, la que nos hace entender que lo principal no es tener una imagen sino basar nuestras personas en el ámbito del “hombre de Dios perfectamente equipado para toda obra buena”. 

No cabe, pues, en el desarrollo de la fe una vida que no esté junto a la fuente. La fe en Cristo Jesús debe tornarse en una constante seducción ya que Él es el modelo y la fuerza para dar a cada día un sentido más profundo y más verdadero. A Moisés, orando, le sostienen los brazos; a nosotros, muy lanzados al desánimo, Jesús nos explica cómo tenemos que orar ¿Queremos que nuestra fe tenga fuerza suficiente? Lleguemos a Cristo, escuchémosle, esperemos... La lección es siempre la misericordia, la paz, el amor y la esperanza, y así se define nuestra vida. Una lección que nos lleva a la sabiduría y nos introduce en el misterio, en la “Escritura inspirada por Dios (que) es también útil para enseñar, para reprender, para corregir, para educar en la virtud; así el hombre de Dios estará perfectamente equipado para toda obra buena” (2 Tim 3, 16).

Está en juego la fe, la fe que se convierte en interrogante de Jesús para todos nosotros: “cuando venga el Hijo del hombre ¿encontrará fe en la tierra?” (Lc 18, 8). El problema es la fe, la fe en Jesús, que sabe asumir el sufrimiento y transformar la historia desde su propio centro. La pregunta de Jesús es una pregunta vital, se trata de la fe para que los hombres sigan el camino de Jesús, fe que supere la división como antagonismo de clases sociales, fe para que el sufrimiento se convierta en  transformante y el poder de los grandes venga a ser servicio en favor de los pequeños, fe para mostrarse abiertos sin cesar ante la voz del amor del Padre. A través de la fe, la historia entera se puede convertir, con Jesús, en llamada que invoca la justicia salvadora de Dios, y la va haciendo presente desde ahora entre nosotros.

    Cuando escuchamos el final del evangelio de hoy y queda en el ambiente el eco de la pregunta de Jesús, deberíamos asumir en un nivel personal lo que Jesús nos dirige a nosotros como interrogante. Dejemos margen suficiente para el silencio, para un examen de conciencia en un cara a cara con Jesús. Al fin y al cabo, la pregunta exige respuesta desde nosotros mismos ya que se nos ha planteado en un momento providencial y no podemos dejar pasar esta llamada, una llamada siempre llena de gracia y de amor infinito. Jesús nos enfrenta así a los momentos bajos, a la decepción, a un ambiente bastante sordo que muchas veces no invita a seguir caminando en fe y en constancia evangélica. Él nos pone delante el ejemplo de su oración, de su familiaridad con el Padre, de su  conformidad con la voluntad de Dios. 

    Puede parecernos que lo anterior suena a una vida contracorriente, en audacia y e, incluso, sin mayor recepción en el ambiente que nos rodea. Es hora de definirnos, de testimoniar un estilo de vida fuera de lo común, algo así como lo que señala Pablo a Timoteo: “proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta, con toda paciencia y deseo de instruir” (2 Tim 4, 2). No somos capaces por nuestras fuerzas; por eso, oremos en este momento y siempre: “Dios todopoderoso y eterno, te pedimos entregarnos a ti con fidelidad y servirte con sincero corazón” (Oración colecta).

    Volvamos a la pregunta de Jesús y meditemos la enseñanza de san Agustín: Las palabras del Señor: < ¿Creéis que cuando venga el Hijo del Hombre...?>, se refieren a la fe perfecta. Ésta apenas se encuentra en la tierra. La Iglesia de Dios está llena de fe; pues, si no existiese ninguna, ¿quién  se acercaría a ella? ¿Quién no trasladaría los montes si esa fe fuese plena? Pon tu atención en los mismos apóstoles. No hubiesen seguido al Señor tras haber abandonado todo y pisoteado toda esperanza mundana, si no hubiesen tenido una gran fe. Por otra parte, si hubiesen tenido una fe plena, no hubiesen dicho al Señor: . Pensad también en aquel otro que confesaba una y otra cosa refiriéndose a sí mismo. Habiendo presentado a su hijo al Señor para que lo sanase, al ser interrogado si creía contestó afirmativamente: . Creo –dijo- ; creo, Señor>; luego existe la fe. Pero : luego no es plena la fe (Sermón 115, 1).

 P. Imanol Larrínaga

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La Comunidad de Madres Mónicas es una Asociación Católica que llegó al Perú en 1997 gracias a que el P. Félix Alonso le propusiera al P. Ismael Ojeda que se formara la comunidad en nuestra Patria. Las madres asociadas oran para mantener viva la fe de los hijos propios y ajenos.

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