Siete nuevos Santos
''La tenaz profesión de fe de estos siete generosos
discípulos de Cristo, resplandece hoy en toda la Iglesia''
Homilía de Benedicto XVI pronunciada en la solemne ceremonia
de canonización de siete actores de la nueva evangelización de diversos países,
en un amplio abanico de pertenencias, estado, procedencia, épocas, con un punto
en común: la pasión por comunicar el Evangelio.
Ciudad del Vaticano, domingo 21 octubre 2012.
Fueron
canonizados JACQUES BERTHIEU (1838-1896), sacerdote profeso de la Compañía de Jesús,
mártir; PEDRO CALUNGSOD (1654-1672), catequista laico, mártir; GIOVANNI
BATTISTA PIAMARTA (1841-1913), sacerdote, fundador de la Congregación Sagrada
Familia de Nazareth y de las Humildes Siervas del Señor; MARÍA CARMEN SALLÉS Y
BARANGUERAS (1848-1911), fundadora de la Congregación de las
Hermanas Concepcionistas Misioneras de la Enseñanza; MARIANNE COPE (1838-1918), religiosa
profesa de la
Congregación de las hermanas de la tercera orden de San
Francisco de Syracuse; KATERI TEKAKWITHA (1656-1680), laica; ANNA SCHÄFFER
(1882-1925), laica.
*****
El hijo del hombre ha venido a servir y dar su vida en
rescate por la multitud (cf. Mc 10,45).
Venerados Hermanos,
queridos hermanos y hermanas.
Hoy la Iglesia escucha una vez
más estas palabras de Jesús, pronunciadas durante el camino hacia Jerusalén,
donde tenía que cumplirse su misterio de pasión, muerte y resurrección. Son
palabras que manifiestan el sentido de la misión de Cristo en la tierra,
caracterizada por su inmolación, por su donación total. En este tercer domingo
de octubre, en el que se celebra la Jornada Mundial de las Misiones, la Iglesia las escucha con
particular intensidad y reaviva la conciencia de vivir completamente en perenne
actitud de servicio al hombre y al Evangelio, como Aquel que se ofreció a sí
mismo hasta el sacrificio de la vida.
Saludo
cordialmente a todos vosotros, que llenáis la Plaza de San Pedro, en particular a las
delegaciones oficiales y a los peregrinos venidos para festejar a los siete
nuevos santos. Saludo con afecto a los cardenales y obispos que en estos días
están participando en la
Asamblea sinodal sobre la Nueva Evangelización.
Se da una feliz coincidencia entre la celebración de esta Asamblea y la Jornada Misionera;
y la Palabra
de Dios que hemos escuchado resulta iluminadora para ambas. Ella nos muestra el
estilo del evangelizador, llamado a dar testimonio y a anunciar el mensaje
cristiano conformándose a Jesucristo, llevando su misma vida. Esto vale tanto
para la misión ad gentes como para la nueva evangelización en las regiones de
antigua tradición cristiana.
El hijo del
hombre ha venido a servir y dar su vida en rescate por la multitud (cf. Mc
10,45).
Estas palabras
han constituido el programa de vida de los siete beatos que hoy la Iglesia inscribe
solemnemente en el glorioso coro de los santos. Con valentía heroica gastaron
su existencia en una total consagración a Dios y en un generoso servicio a los
hermanos. Son hijos e hijas de la
Iglesia, que escogieron una vida de servicio siguiendo al
Señor. La santidad en la
Iglesia tiene siempre su fuente en el misterio de la Redención, que ya el
profeta Isaías prefigura en la primera lectura: el Siervo del Señor es el Justo
que «justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos» (53,11);
este siervo es Jesucristo, crucificado, resucitado y vivo en la gloria. La
canonización que estamos celebrando constituye una elocuente confirmación de
esta misteriosa realidad salvadora. La tenaz profesión de fe de estos siete generosos
discípulos de Cristo, su configuración al Hijo del hombre, resplandece hoy en
toda la Iglesia.
Jacques
Berthieu, nacido en 1838 en Francia, fue desde muy temprano un enamorado de
Jesucristo. Durante su ministerio parroquial, deseó ardientemente salvar a las
almas. Al profesar como jesuita, quería recorrer el mundo para la gloria de
Dios. Pastor infatigable en la isla de Santa María y después en Madagascar,
luchó contra la injusticia, aliviando a los pobres y los enfermos. Los
malgaches lo consideraban como un sacerdote venido del cielo, y decían: tú eres
nuestro padre y madre. Él se hizo todo para todos, sacando de la oración y el
amor al Corazón de Jesús la fuerza humana y sacerdotal para llegar hasta el
martirio, en 1896. Murió diciendo: Prefiero morir antes que renunciar a mi fe.
Queridos amigos, que la vida de este evangelizador sea un acicate y un modelo
para los sacerdotes, para que sean hombres de Dios como él. Que su ejemplo
ayude a los numerosos cristianos que hoy en día son perseguidos a causa de su
fe. Que su intercesión, en este Año de la fe, sea fructuosa para Madagascar y
el continente africano. Que Dios bendiga al pueblo malgache.
Pedro
Calungsod nació alrededor del año 1654, en la región de Bisayas en Filipinas.
Su amor a Cristo lo impulsó a prepararse como catequista con los misioneros
jesuitas. En el año 1668, junto con otros jóvenes catequistas, acompañó al
Padre Diego Luis de San Vítores a las Islas Marianas, para evangelizar al
pueblo Chamorro. La vida allí era dura y los misioneros sufrieron la
persecución a causa de la envidia y las calumnias. Pedro, sin embargo, mostró
una gran fe y caridad y continuó catequizando a sus numerosos convertidos,
dando testimonio de Cristo mediante una vida de pureza y dedicación al Evangelio.
Por encima de todo estaba su deseo de salvar almas para Cristo, y esto le llevó
a aceptar con resolución el martirio. Murió el 2 de abril de 1672. Algunos
testigos cuentan que Pedro pudo haber escapado para ponerse a salvo, pero
eligió permanecer al lado del Padre Diego. El sacerdote le dio a Pedro la
absolución antes de que él mismo fuera asesinado. Que el ejemplo y el
testimonio valeroso de Pedro Calungsod inspire al querido pueblo filipino para
anunciar con ardor el Reino y ganar almas para Dios.
Giovanni Battista Piamarta, sacerdote de la diócesis de Brescia, fue un gran apóstol de la caridad y de la juventud. Percibía la exigencia de una presencia cultural y social del catolicismo en el mundo moderno, por eso se dedicó a hacer progresar cristiana, moral y profesionalmente a las nuevas generaciones con claras dosis de humanidad y bondad. Animado por una confianza inquebrantable en la Divina Providencia y por un profundo espíritu de sacrificio, afrontó dificultades y fatigas para poner en práctica varias obras apostólicas, entre las cuales: el Instituto de los artesanillos, la Editorial Queriniana, la Congregación masculina de la Sagrada Familia de Nazaret y la Congregación de las Humildes Siervas del Señor. El secreto de su intensa y laboriosa vida estaba en las largas horas que dedicaba a la oración. Cuando estaba abrumado por el trabajo, aumentaba el tiempo para el encuentro, de corazón a corazón, con el Señor. Prefería permanecer junto al Santísimo Sacramento, meditando la pasión, muerte y resurrección de Cristo, para retomar fuerzas espirituales y volver a lanzarse a la conquista del corazón de la gente, especialmente de los jóvenes, para llevarlos otra vez a las fuentes de la vida con nuevas iniciativas pastorales.
«Que tu misericordia,
Señor, venga sobre nosotros como lo esperamos de ti». Con estas palabras, la
liturgia nos invita a hacer nuestro este himno al Dios creador y providente,
aceptando su plan en nuestras vidas. Así lo hizo Santa María del Carmelo Sallés
y Barangueras, religiosa nacida en Vic, España, en 1848. Ella, viendo colmada
su esperanza, después de muchos avatares, al contemplar el progreso de la Congregación de
Religiosas Concepcionistas Misioneras de la Enseñanza, que había
fundado en 1892, pudo cantar junto a la Madre de Dios: «Su misericordia llega a sus
fieles de generación en generación». Su obra educativa, confiada a la Virgen Inmaculada,
sigue dando abundantes frutos entre la juventud a través de la entrega generosa
de sus hijas, que como ella se encomiendan al Dios que todo lo puede.
Paso hablar
ahora de Mariana Cope, nacida en 1838 en Heppenheim, Alemania. Con apenas un
año de edad fue llevada a los Estados Unidos y en 1862 entró en la Tercera Orden
Regular de san Francisco, en Siracusa, Nueva York. Más tarde, y como superiora
general de su congregación, Madre Mariana acogió gustosamente la llamada a
cuidar a los leprosos de Hawai, después de que muchos se hubieran negado a
ello. Con seis de sus hermanas de congregación, fue personalmente a dirigir el
hospital en Oahu, fundando más tarde el hospital de Malulani en Maui y abriendo
una casa para niñas de padres leprosos. Cinco años después aceptó la invitación
a abrir una casa para mujeres y niñas en la isla de Molokai, encaminándose allí
con valor y poniendo fin de hecho a su contacto con el mundo exterior. Allí
cuidó al Padre Damián, entonces ya famoso por su heroico trabajo entre los
leprosos, atendiéndolo mientras moría y continuando su trabajo entre los
leprosos. En un tiempo en el que poco se podía hacer por aquellos que sufrían
esta terrible enfermedad, Mariana Cope mostró un amor, valor y entusiasmo
inmenso. Ella es un ejemplo luminoso y valioso de la mejor tradición de las
hermanas enfermeras católicas y del espíritu de su amado san Francisco.
Kateri
Tekakwitha nació en el actual Estado de Nueva York, en 1656, de padre mohawk y
madre algonquina cristiana, quien le trasmitió la experiencia del Dios vivo.
Fue bautizada a la edad de 20 años y, para escapar de la persecución, se
refugió en la misión de san Francisco Javier, cerca de Montreal. Allí trabajó
hasta que murió a los 24 años de edad, fiel a las tradiciones de su pueblo,
pero renunciando a las convicciones religiosas del mismo. Llevando una vida
sencilla, Kateri permaneció fiel a su amor a Jesús, a su oración y a su Misa
diaria. Su deseo más alto era conocer y hacer lo que agradaba a Dios.
Kateri
impresiona por la acción de la gracia en su vida, carente de apoyos externos, y
por la firmeza de una vocación tan particular para su cultura. En ella, fe y
cultura se enriquecen recíprocamente. Que su ejemplo nos ayude a vivir allá
donde nos encontremos, sin renegar de lo que somos, amando a Jesús. Santa
Kateri, protectora de Canadá y primera santa amerindia, te confiamos la renovación
de la fe en los pueblos originarios y en toda América del Norte. Que Dios
bendiga a los pueblos originarios.
La joven Anna
Schäffer, de Mindelstetten, quería entrar en una congregación misionera. Nacida
en una familia humilde, trabajó como criada buscando ganar la dote necesaria y
poder entrar así en el convento. En este trabajo, tuvo un grave accidente,
sufriendo quemaduras incurables en los pies que la postraron en un lecho para
el resto de sus días. Así, la habitación de la enferma se transformó en una
celda conventual, y el sufrimiento en servicio misionero. Al principio se
rebeló contra su destino, pero enseguida, comprendió que su situación fue una
llamada amorosa del Crucificado para que le siguiera. Fortificada por la
comunión cotidiana se convirtió en una intercesora infatigable en la oración, y
un espejo del amor de Dios para muchas personas en búsqueda de consejo. Que su
apostolado de oración y de sufrimiento, de ofrenda y de expiación sea para los
creyentes de su tierra un ejemplo luminoso. Que su intercesión intensifique la
pastoral de los enfermos en cuidados paliativos, en su benéfico trabajo.
Queridos
hermanos y hermanas, estos nuevos santos, diferentes por origen, lengua, nación
y condición social, están unidos con todo el Pueblo de Dios en el misterio de
la salvación de Cristo, el Redentor. Junto a ellos, también nosotros reunidos
aquí con los Padres sinodales, procedentes de todas las partes del mundo,
proclamamos con las palabras del salmo que el Señor «es nuestro auxilio y
nuestro escudo», y le pedimos: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre
nosotros, como lo esperamos de ti» (Sal32,20-22). Que el testimonio de los
nuevos santos, de su vida generosamente ofrecida por amor de Cristo, hable hoy
a toda la Iglesia,
y su intercesión la fortalezca y la sostenga en su misión de anunciar el
Evangelio al mundo entero.
Tomado de Fluvium.org
Tomado de Fluvium.org
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