sábado, septiembre 03, 2011

XXIII Domingo del Tiempo Ordinario

Evangelio: Mt 18, 15-20 »Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no escucha, toma entonces contigo a uno o dos, para que cualquier asunto quede firme por la palabra de dos o tres testigos. Pero si no quiere escucharlos, díselo a la Iglesia. Si tampoco quiere escuchar a la Iglesia, tenlo por pagano y publicano.

»Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.
»Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que quieran pedir, mi Padre que está en los cielos se lo concederá. Pues donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.

...porque no saben lo que hacen

Las palabras de Jesús, del Evangelio según san Mateo, que presenta hoy la Iglesia a nuestra consideración, nos remiten a esa realidad tan básica, de modo especial para el cristiano, de la efectiva relación entre el hombre y Dios. Creer, tener fe, supone, además de la aceptación de otras verdades en particular, la aceptación convencida de que Dios está ahí. Y no como un ser supremo y creador omnipotente, tan sólo. Dios está ahí presenciando la vida humana –supremo y omnipotente, sí– como juez del comportamiento libre de su criatura. En la decisión divina de crearnos, a imagen y semejanza suya, se incluye su voluntad de que lo reconozcamos como Señor al vivir. La conducta humana, pues, es siempre y ante todo una respuesta personal a Dios.

La vida del hombre debe ser, ante todo –lo es, de hecho–, itinerario hacia Dios. Es una oportunidad, materializada de modo efectivo en cada instante de la existencia, de lograr esa configuración, imagen perfecta de Dios a la medida de cada sujeto, que la infinita sabiduría ha ideado desde el principio. A cada paso de nuestra vida tenemos la oportunidad de divinizarnos más. Y, junto a cada uno, el resto de nuestros congéneres, que únicamente lograrán su plenitud personal, como nosotros, si intentan agradar a Dios en cada momento y circunstancia de la vida. Meditemos, pues, en esta impresionante realidad: Dios nos quiere a todos santos.

Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano, declara el Señor. Pues, lo que realmente tienen de malo las ofensas que recibimos no es tanto que nos puedan agrabiar –en definitiva algo nuestro–, cuanto la ofensa cometida contra Dios, que esperaba de aquél que nos ofende otra conducta más de acuerdo con su voluntad: siempre es el amor entre nosotros. No olvidemos que Jesús, Señor Nuestro, se hizo hombre y convivió con los hombres para indicarnos el camino de la Salvación. Todo lo que hace o dice Jesús tiene sentido Salvador: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, afirmó, y nos dejó así claro que en Él, sus palabras, sus gestos, su intención y todo el cuerpo y la sangre de su humanidad Santísima, están empeñados en el mayor bien que es posible para los hombres: la intimidad eterna de cada uno con la Trinidad Beatísima.

Parte, y parte importante, del querer de Dios para con los hombres, es que nos ocupemos de la santidad de los demás. Esa inquietud, que no quita la paz aunque llegue a consumir el alma y reclame muchas energías, sobre todo, del corazón, no puede ser sólo tarea de unos pocos, por alguna razón especialmente dedicados. Todos tenemos familia, otros parientes, amigos, compañeros y conocidos, con los que coincidimos, con ocasión de las más diversas actividades. Cada uno es el "hermano" pecador –si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele...–, pues todos tenemos defectos. Defectos que, de ordinario, al menos en cierta medida saltan a la vista. No nos quedemos, ya que deseamos una vida según Dios, en la queja, ni en la crítica, ni tampoco en soportar resignadamente los defectos del prójimo, cuando es posible ayudarle a salir de su hábito de pecado, o al menos a que reconozca sinceramente su error y a que quiera no reincidir en él.

La Caridad cristiana debe impulsarnos a pensar primero en los demás. En ese sentido los propios problemas son secundarios. No es en absoluto fácil, sin embargo, pensar en lo bueno para el otro, precisamente cuando el otro es el culpable de la situación que padecemos, cuando es él el que fastidia y cuando si no fuera por él estaríamos de maravilla, y si además el sufrimiento que padecemos no parece importarle. Entonces, la tendencia espontánea es un deseo imperioso de que desaparezca el causante del mal; y eso, en el mejor de los casos. No se suele venir ni a la mente ni al corazón una preocupación positiva por el injusto agresor.

Jesucristo en la Cruz, padeciendo injustamente y de modo indecible, deja para siempre un ejemplo supremo de caridad: Padre, personales porque no saben lo que hacen, es su oración mientras le crucifican. Que, aunque nos cueste, deseemos perdonar. Aunque nos parezca casi antinatural en algunas ocasiones desear el bien a quienes nos ofenden. No puede ser un criterio que pase de moda ese perdón de Cristo, si queremos ser cristianos. Recordemos cómo Jesús abolió para siempre el "ojo por ojo y diente por diente": »Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada por ello; y será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y con los malos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida con que midáis se os medirá.

Madre de misericordia, vida, dulzura, esperanza nuestra. Así aclamamos a nuestra Mate del Cielo, y le pedimos nos conceda ser también misericordiosos, viendo siempre en los otros almas para el Cielo. Y en nuestra conducta de cada día un andar ilusionado con los demás hacia la casa de nuestro Padre.

(Tomado de: www.fluvium.org/textos/novedades.htm)

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La Comunidad de Madres Mónicas es una Asociación Católica que llegó al Perú en 1997 gracias a que el P. Félix Alonso le propusiera al P. Ismael Ojeda que se formara la comunidad en nuestra Patria. Las madres asociadas oran para mantener viva la fe de los hijos propios y ajenos.

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