domingo, julio 03, 2011

Fiesta del Corazón de Jesús

Acabáis de pasear triunfalmente por las calles y plazas de vuestro pueblo la imagen de Corazón de Jesús. Esa procesión ha sido como una proclamación de fe bajo el cielo y bajo el sol al aire libre. Y cuál ha sido la verdad de vuestra fe que habéis proclamado lo va diciendo esa imagen, la imagen de nuestro Dios con el corazón fuera del pecho, como si no le cupiera dentro, con el corazón a flor de piel. Ella sola iba diciendo que nuestro Dios es un corazón, que nuestro Dios es amor.


“Dios es amor”. Esta es la definición de Juan el evangelista. Y ninguna religión ni filosofía ha sabido dar una definición más sencilla y al mismo tiempo más profunda y más exacta que esa. Los filósofos griegos se preguntaron si los dioses podían amar, y con doctas razones respondieron que eso era imposible. Porque para ellos el amor era aspiración de lo inferior a lo superior; el amor era apetito de belleza y perfección; el amor era una necesidad. Y así entendido el amor, Dios no puede amar, Dios no puede ser amor, porque Dios no puede aspirar a nada. Pero el cristianismo es una revolución en el concepto del amor. Para nosotros el amor no es un movimiento ascendente de abajo arriba, de lo inferior a lo superior, no es una necesidad. Es más bien plenitud de vida, movimiento descendente de lo perfecto a lo imperfecto, de arriba abajo, para elevarlo y perfeccionarlo y beatificarlo. Y lo que no supieron decir los filósofos, tampoco supieron decirlo los teólogos no cristianos. Lo dijo un teólogo musulmán, y por decirlo lo quemaron vivo en Bagdag el 26 de marzo del año 922.


Sí, nuestro Dios no es el Dios de la filosofía. No es el motor inmóvil de Aristóteles, ni el supremo arquetipo de Platón, ni el acto Puro de santo Tomás de Aquino, ni el ser mayor que el cual nada puede pensarse de san Anselmo, ni el Dios geómetra de Pascal, ni el primer postulado de la Razón Práctica de Kant, ni el supremo arquitecto de las logias masónicas, ni el Dios de los racionalistas, de los deístas, que hizo el mundo y después se desentendió de él y permanece indiferente y desdeñoso bañándose en su azul de luceros como dijo el poeta español. Para nosotros Dios es eso que habéis proclamado escoltando su imagen por vuestras calles. Dios es amor. Dios es el Sagrado Corazón de Jesús. Dios es amor. Lo es desde toda la eternidad. Porque nuestro Dios no es un Dios solitario. Dios es la Santísima Trinidad. Tres personas distintas que se conocen y se aman. Porque el Padre ama al Hijo, y el Hijo al Padre, y el Hijo y el Padre aman al Espíritu Santo, y el Espíritu Santo ama al Padre y al Hijo. Y así toda la actividad de las divinas personas es una actividad de amor...

Dios era amor cuando creaba, cuando dijo sus palabras fecundas y las cosas iban cayendo de sus manos como racimos de maravillas. Dios era amor cuando sopló sobre el polvo de la tierra y se puso en pie cada uno de estos trozos de arcilla que somos nosotros. Sí, Dios es amor. Pero nosotros no podíamos comprender ese amor porque es de espíritu puro, y nosotros somos alma y cuerpo y no entendemos un amor que no sea emoción, ternura. Para nosotros el amor es temblor del alma, pero es también temblor del cuerpo, vibración de nervios, latido apresurado del corazón, apresurado correr de sangre, sollozo que aprieta la garganta, palabras rotas en los labios, lágrimas en los ojos, puntos suspensivos en la carta: estremecimiento misterioso del alma y del cuerpo. Dios era amor. Pero Dios no tenía corazón, Dios era amor, pero nosotros no podíamos comprender ese amor. Dios quería que lo entendiéramos. Estaba empeñado en decirnos que era amor y que entendiéramos ese amor.

Y para eso se hizo un corazón, un corazón para nosotros: un corazón humano que fuera al mismo tiempo el corazón de Dios. Recordad el diálogo sencillo que divide la historia y que ilumina todo el misterio de Dios y del hombre, el diálogo entre el cielo y la tierra, entre el ángel y María, aquel diálogo blanco y trasparente, de nieve y de cristal: Y dijo el ángel: La virtud de Dios vendrá sobre ti, y tendrás un hijo que será tu hijo y el Hijo del Altísimo. Y ella dijo: Hágase en mí según tu palabra. Y sus manos sobre su corazón como una cruz de azucenas. Y de la sangre de aquel corazón formó el Espíritu Santo un cuerpo perfectísimo, y en aquel cuerpo formó un corazón, y aquel corazón era el corazón de Dios.

Ya el amor de Dios era como el nuestro: de carne y de sangre. Ya Dios tenía corazón. Un corazón que vibraba como el nuestro, que se estremecía como el nuestro, que era como el nuestro, esa harpa misteriosa cuyas cuerdas vibran y se estremecen cuando vibra y se estremece el alma, aquí en el pecho. Y ¡qué corazón!; lo llevaba como ahora en las imágenes del Corazón de Jesús. Se lo veían todos... Lo llevaba siempre en los ojos, y en los labios y en la mirada, en la sonrisa, en la palabra y en las obras...Y por eso venían hacia Él todos los descarriados, todos los que necesitaban amor. Se acercaban hacia Él las madres con los pequeñuelos en los brazos, para que les sonriera y les bendijera. Y venían hacia Él los chavales de cara sucia y cabellera enredada y se le agarraban al manto y a los brazos, disputándose la mirada de sus ojos y la caricia de sus manos, porque ellos, con ese instinto de los niños para conocer a las personas buenas, para adivinar a quién los quiere y los comprende, le cortaban el paso y los apóstoles perdían la paciencia, pero el Maestro no la perdía nunca, y lo tocaban y lo manoseaban. Venían a Él los huérfanos con sus ojazos grandes y tristes como su desgracia, y a Él se le humedecían los suyos al mirarlos. Y venían hacia Él los enfermos y, cuando pasaba, los aires de los caminos se llenaban de alaridos y de gritos: “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí”. Y venían hacia Él los pecadores: venía hacia Él la mujer de mala fama en el pueblo, y, mientras los fariseos miraban fríos y desdeñosos y escandalizados, Él la dejaba que lo tocara, que le mojara los pies desnudos con el raudal de sus lágrimas y se los enjugara con sus cabellos, y rompiera el frasco de perfume mientras a ella se le rompía el alma de remordimiento, de pena y de vergüenza y a Él se le rompía el corazón de misericordia y perdón. Y la pobre adúltera acorralada venía a apegarse a su túnica como un animal acosado para defenderse de las injurias y de las pedradas. Y el buen ladrón volvía hacia Él sus ojos de agonizante para cometer su último robo: la esperanza en los ojos de otro Agonizante y un puesto en su Reino.

Dulce Corazón de Jesús, que tuvo hasta la debilidad de las lágrimas, que amaba hasta el llanto, lloró ante el espectáculo de aquella pobre niña muerta, la hija de Jairo, y todo conmovido, se acercó a ella con la ternura de la madre que despierta a la hija, y le cogió la mano y le dijo dulcemente: Talitha, kummi -Pequeña, despiértate-. Y la entregó a la madre y le dijo que le diera de comer. Lloró ante la tumba de su amigo Lázaro y ante el llanto de Marta y María. Fue un llanto tan sincero y tan conmovido que el evangelista emplea una frase sumamente expresiva: “infremuit”, fue un sollozo que le ahogaba y estalló en su pecho como un rugido, tan hondo y conmovido, que hasta sus enemigos se miraron estupefactos y se dijeron: “Ved cómo lo amaba”. Lloró un día ante Jerusalén, la ciudad bien amada, la capital de su patria política y religiosa, lloró porque veía avanzar hacia ella los ejércitos de Tito y de Vespasiano, que no dejarían piedra sobre piedra y pasarían a filo de espada a todos sus habitantes.

Sí; ya tenemos un Dios que se conmueve, un Dios que llora, un Dios que es todo corazón, un Dios que es todo ternura. Pero esto solo no basta. El amor no solo es ternura, el amor no es sólo emoción, el amor no es sólo llanto. El auténtico amor es capacidad de sacrificio, de entrega por el amado. Y hay lágrimas mentirosas y traidoras, y emociones y ternuras falsas que solo sirven para disfrazar vacíos de corazón. El amor es renunciar y el amor es dar. Mejor dicho: el amor es darse. Y todo lo que creemos, todos nuestros actos de fe se pueden reducir a eso: al Amor que quiere darse.

Nuestro Dios es amor; y creemos en la creación y creer en la creación es creer en el amor, en un Dios que nos da la existencia; y creemos en la gracia y es Dios que nos da su misma vida; y creemos en la revelación, y es Dios que nos da su propia ciencia y nos quiere manifestar su propia intimidad; y creemos en la Iglesia, y es Dios quien nos la dio para salvarnos; y creemos en los sacramentos, y es Dios quien nos los instauró; creemos en la Virgen, y es creer en el amor de Dios que la hizo tan hermosa, y la hizo Inmaculada y la hizo Asunta y la coronó de estrellas; y creemos en la locura de la eucaristía, y es creer en la locura de amor, es creer en ese impulso irracional y en ese grito quo hace decir a la madre: ¡Te comería!, expresando su deseo de transustanciarse en la carne del hijo que tiene en sus brazos. Pero esa locura imposible de la madre Dios la ha hecho posible en el misterio dulce y tremendo de su carne y de su sangre.

Toda fe es fe en el amor. Y no hay mejor teología comprimida que la de aquel leguito franciscano cuando contestaba a las preguntas de un doctor de si comprendía esos profundos misterios: “Yo entiendo todas esas cosas; son cosas del amor”. Y los misterios y los dogmas, sin dejar de ser misterios, se iluminan y, si no se entienden a la luz del raciocinio, sí se entienden con las razones del corazón. Ser cristiano es tener fe en el amor. Y por eso nos definió San Juan como los creyentes del amor. “Et nos credidinus caritati”, nosotros hemos creído en el amor, en un amor que da, en un amor que se nos da.

Pero tampoco ese dar y ese darse es todo en el amor. El amor es capaz de renuncia, de sacrificio y de muerte por el que ama. Lo dijo Él un día: “Nadie da mayor prueba de su amor que el que da su vida por sus amigos”. Y ese impulso de morir fue toda la vida del Corazón de Jesús. Amor de renuncia y amor hasta la muerte. Nos hace notar san Pablo que siendo Dios renunció a su gloria y apareció entre nosotros vestido de hombre, hecho hombre como nosotros, obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Para eso vino. Fue durante treinta y tres años un condenado a muerte, un condenado sin esperanza de indulto, porque tenía la conciencia lúcida de que iba hacia la muerte, que cada instante de su vida era un paso hacia la ignominia y el dolor. Y su corazón se exaltaba y saltaba de gozo. Porque Él sabía que aquel cuerpo que había tomado era para la cruz, que aquellas mejillas eran para los salivazos y para las bofetadas, y aquellos ojos para las lágrimas, y aquella cabeza para las espinas y aquella boca para la hiel, y aquellas espaldas para los azotes, y aquellas manos y aquellos pies para los clavos, y aquellas muñecas para las sogas, y aquel costado para la lanza, y aquel corazón para la lanza, y su alma para la angustia y la agonía de Getsemaní y el abandono del Calvario.

Y su corazón rebosaba de gozo anhelando esa hora suprema de su amor. Y era su amor impaciente el que le hacía decir: “Yo tengo que ser bautizado con un bautismo de sangre y qué ansias tengo porque la hora de ese bautismo llegue”. Y cuando subía por última vez a Jerusalén hace notar el evangelista que iba aprisa y los apóstoles no le podían seguir. Y era el amor el que lo impulsaba, era el amor el que lo urgía, era el amor que le aceleraba el corazón y le ponía alas en los pies. Y no fue su dolor lo que nos redimió, fue el amor lo que le puso en agonía; el amor le dio muerte. Y el amor dio valor a su obediencia y a su sacrificio, al dolor y a la muerte.

Y ya está la redención consumada. “Et unus militum”, y uno de los soldados –la tradición o la leyenda lo ha llamado Longinos, pero el evangelista no lo dice, porque pudo ser cualquiera–. Uno que nos representaba a todos, a todo el género humano prevaricador. “Uno de los soldados” –su brazo, nuestro brazo, su lanza nuestra lanza, su golpe, nuestro golpe–. Uno blandió la lanza, tanteó la distancia, la infinita distancia. Y tomando carrera para que el golpe fuera más brutal, hundió el hierro en el costado frío.

Teníamos que estar seguros, bien seguros los criminales de que había muerto. Pero teníamos que estar seguros de que Dios tenía corazón. A través del costado abierto lo vimos. Y ahora lo comprendemos todo. Y salió sangre y agua. Dios tenía corazón. Pudieron los hombres meter los ojos para verlo y hasta las manos para tocarlo. Para comprobar que Dios tenía corazón. Para comprobar que nos lo había dado todo, hasta la última gota de su sangre.

El corazón dejó de latir, quedó paralizado a las tres de la tarde de aquel viernes. A la mañana del domingo siguiente volvió a palpitar en el pecho traspasado del Resucitado. Y palpitando sigue para siempre en el cielo, tan amoroso, tan dulce, tan compasivo como cuando acariciaba a los niños, curaba a los enfermos y perdonaba a los pecadores. Y tan amoroso, tan dulce, tan compasivo sigue palpitando ahí, bajo las especies de pan y vino. Lo que pasa es que tenemos poca fe; como diría Maurice Brillant, nos falta imaginación eucarística, imaginación amorosa, y no nos damos cuenta de que tenemos al alcance de la mano al que hablaba y curaba y perdonaba en el lago, en la montaña, en la sinagoga y que su palabra puede ser para nosotros un coloquio íntimo, una palabra personal que nos diga para nosotros solos en una dulce media voz. Eso nos lo está diciendo la lámpara haciendo guiños a nuestra alma para susurrarnos: Aquí está su corazón, aquí esta su amor para siempre con nosotros, porque nunca dejará de palpitar el corazón traspasado. Aquí está el Corazón que tanto ama a los hombres.

Y voy a terminar. Dios es corazón, Dios es amor. Y por eso Dios es compasión, Dios es misericordia y perdón. Pero no nos engañemos. Se dice a veces que el amor lo perdona todo. Pero no es verdad. Hay algo que el amor no perdona. Y lo que el amor no perdona es el no ser correspondido. Y cuando no es correspondido, ¿qué hace el amor? Lo intentará todo para ablandar el corazón ingrato, pedirá y llorará, se humillará, se pondrá de rodillas si es preciso; se entregará a la muerte si es preciso para conquistar el otro amor. Ah; pero cuando lo haya hecho todo, cuando se haya convencido de que todo es inútil, entonces el amor se repliega sobre sí mismo, el amor se retira y el corazón de endurece, ya no hay esperanza para el ingrato. Y esto es lo terrible, hermanos míos. Habéis sido amados, seguís siendo amados con un tremendo amor, con el tremendo amor de Dios, del Corazón de Dios. Y ese amor lo ha hecho ya todo: ha pedido, ha llorado, se ha humillado, ha muerto por nosotros, para alcanzar vuestro amor, para conquistar vuestro amor. Pero, ay de vosotros, si ese amor se retira, si ese corazón se endurece. Ay de nosotros, si llegáis a cansar, a desesperar a ese amor. Porque ese amor, cuando se cansa y se desespera, se venga con tremenda eterna venganza.

Hoy, como un día a Pedro después de sus negaciones, Jesús ya resucitado hace la triple pregunta: ¿Es verdad que me amas? San Pedro pudo responder, con el alma rota de emoción: “Señor, Tú sabes que te amo”. Hoy la misma pregunta comprometedora es para nosotros: ¿Me amas? Señor, Tú sabes que no te amo; pero también sabes que queremos amarte a Ti, víctima de los pecadores, esperanza de los moribundos. Deja que te amemos los pecadores para que en la hora de la muerte seas nuestra esperanza y después nuestra delicia por toda la eternidad. Amén.

Serafín PRADO (1910-1987) agustino recoleto

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