LA SANTÍSIMA TRINIDAD
Lo que es común al Padre y al hijo, establece al unión entre nostros y con ellos
Jn 3, 16-18

Por eso, según nuestra capacidad, y en cuanto se nos permite ver estas cosas por espejo y en enigma (1 Cor 13,12), especialmente a unos hombres como nosotros, se nos presenta en el Padre el origen, en el Hijo la natividad, en el Espíritu Santo del Padre y del Hijo la comunidad, y en los tres la igualdad. Así, lo que es común al Padre y al Hijo, quisieron que estableciera la comunión entre nosotros y con ellos; por ese 'don' nos recogen en uno, pues ambos tienen ese uno, esto es, el Espíritu Santo, Dios y don de Dios. Mediante él nos reconciliamos con la divinidad y gozamos de ella. ¿De qué nos serviría conocer algún bien si no lo amásemos? Así como entendemos mediante la verdad, amamos mediante la caridad para conocer más perfectamente y gozar felices de lo conocido. Y la caridad se ha difundido en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo, que se nos ha donado. Y ya que por los pecados estábamos alejados de poseer los auténticos bienes, la caridad cubrió la muchedumbre de los pecados. El Padre es, pues, para el Hijo verdad, origen veraz; el Hijo es la verdad, nacida del Padre veraz; y el Espíritu Santo es la bondad, emanada del Padre bueno y del Hijo bueno; y los tres son una divinidad igual, inseparable unidad.
En consecuencia, por lo que toca a nosotros, para recibir la vida eterna, que se dará al final, procede de la bondad de Dios, en el principio de nuestra fe, ese don que es la remisión de los pecados. Mientras ellos subsistan, subsiste, en cierto modo, nuestra enemistad contra Dios, nuestra separación de él, que proviene de nuestro mal, ya que no miente la Escritura cuando dice: Vuestros pecados os separan entre vosotros y de Dios (Is 59, 2). Por eso él no nos infunde sus bienes sin quitarnos nuestros males. Y tanto más crecen aquéllos cuanto disminuyen éstos; y sólo son perfectos aquéllos cuando desaparecen éstos. Y ya que Cristo el Señor perdona nuestros pecados en el Espíritu Santo, como arroja los demonios en el Espíritu Santo, podemos entender que, cuando resucitó de entre los muertos y dijo a sus discípulos: Recibid el Espíritu Santo (Jn 20,22), añadió a continuación: Si perdonáis los pecados a alguien, les serán perdonados; y si los retenéis, serán retenidos (Jn 20, 23). Así esa regeneración, en que se realiza el perdón de todos los pecados pasados, se verifica en el Espíritu Santo, pues dice el Señor: Si alguien no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios (Jn 3, 5).
Pero una cosa es nacer del Espíritu y otra nutrirse del Espíritu; como una cosa es nacer de la carne, que se verifica en el parto de la madre, y otra cosa es nutrirse de la carne, que se verifica cuando la madre da de mamar al niño; pues del mismo modo quien se convierte tiene que beber con deleite del principio de que nació para vivir, de modo que reciba el alimento para vivir del mismo principio de que nació. El primer beneficio de los creyentes, debido a la benignidad de Dios, es la remisión de los pecados mediante el Espíritu Santo. Así comenzó la predicación de Juan Bautista, enviado como precursor del Señor. Así está escrito: En aquellos días vino Juan Bautista predicando en el desierto de Judea, y diciendo: haced penitencia, pues se acerca el reino de los cielos (Mt 3, 12). Y también la predicación del mismo Señor, pues se lee: Entonces comenzó Jesús a predicar y decir: haced penitencia, pues se acerca el reino de los cielos (Mt 4, 17).


Sermón 71, 18-19
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