jueves, agosto 26, 2021

SANTA MÓNICA, MADRE DE SAN AGUSTÍN (2)

 Solicitó el consejo de personas doctas que creía capaces de despejar las dudas de su hijo y conducirle al buen camino, y, sobre todo, le recordó día y noche ante el altar del Señor. La lucha se arrastró durante tres lustros y en ella Mónica dio muestras insuperables de amor maternal, de constancia, de sagacidad y de espíritu de fe. El resultado de su esfuerzo fue una obra maestra.

De recién nacido le llevó a la iglesia, le inscribió en el registro de los catecúmenos y le inculcó el amor a Jesucristo. Un día Agustín confesará que ningún libro, “por elegante y erudito que fuera”, le llenaba totalmente si en él no hallaba el nombre de Jesucristo, cuya dulzura había mamado “con la leche de mi madre” (Conf. 3,4,8). Sin embargo, de acuerdo con la práctica de su tiempo, Mónica no sintió la necesidad de bautizar a su hijo. En perfecto acuerdo con su esposo se desvivió por darle una educación esmerada, y no la interrumpió ni cuando la muerte del marido debilitó el presupuesto

familiar ni cuando el despertar de las pasiones el amor maternal la llevó a subordinar el bien espiritual de su hijo a su carrera profesional. Temió que el matrimonio diera al traste con sus estudios y, en consecuencia, comprometiera también su porvenir profesional.

Algunos biógrafos han visto en este proceder de la santa una prueba de su perspicacia. Agustín no era de ese parecer. A pesar del afecto con que rodea a su madre, en las Confesiones lo censura y lo atribuye a la debilidad de su fe: “Ni mi madre carnal, que ya había comenzado a alejarse de Babilonia, pero que en lo demás iba despacio, cuidó […] de contener con los lazos del matrimonio aquello que había oído a su marido de mí […]. Tenía miedo de que con el vínculo matrimonial se frustrase la esperanza que sobre mí tenía. No la esperanza de la vida futura, que mi madre tenía puesta en ti, sino la esperanza de las letras, que ambos, padre y madre, deseaban ardientemente”. Ella creía que los estudios, lejos de embarazarle, habrían de serle “de no poca ayuda para alcanzarte a ti” (Conf. 2,4,8). Su fe necesitaba el abono de la tribulación. Y ésta no le iba a faltar. Del 371 al 386 Mónica sufre un auténtico calvario. Un día Agustín se va a vivir con una mujer, otro abandona la Iglesia y da su nombre a los maniqueos, una secta que la combate, y otro cae en las redes del escepticismo. Ella sufre y llora, pero no se desmorona.

Un sueño en que ve a su hijo en la misma regla en que se halla ella la reconforta y le da la seguridad de la victoria. Un día su hijo compartirá su fe. El 374 alcanza a su hijo en Cartago y durante nueve años vive con él, hasta el 383, en que sufre una de las grandes desilusiones de su vida. Agustín, insatisfecho de los estudiantes de Cartago, quiere probar suerte en Roma y, para hacerlo con más

libertad, abandona a su madre en la playa y embarca furtivamente para Roma. Mónica acusa el golpe. Llega a llamarle mentiroso y mal hijo. Pero continúa rezando por él y en la primera ocasión cruza el mar y le alcanza en Milán. Agustín seguía sumido en la duda, sin certeza alguna y buscando desesperadamente algo en que creer: “Había venido a dar en lo profundo del mar y desesperaba de hallar la verdad” (Conf.6,1,1). Decepcionado de los maniqueos, se había echado en manos de los escépticos, de los que no tardaría en pasarse a los neoplatónicos para terminar de oyente de san Ambrosio y lector de san Pablo. Mónica celebró el cambio, pero sin entusiasmo. Su alegría no sería completa hasta la plena conversión de su hijo. Pensó entonces que el matrimonio quizá podría serenarle y le buscó una novia de su misma clase social. Agustín cedió a las conveniencias sociales, a las presiones de su madre y quizá también a los designios de la Providencia, y con inmenso dolor de su alma –“mi corazón, sajado por aquella parte que le estaba pegado, me había quedado llagado y manaba sangre”–, despidió a la mujer con la que había convivido durante 15 años. Pero antes de que su prometida alcanzara la edad núbil, llegó la gracia y tras ella el bautismo y la renuncia al matrimonio, a los honores, a las riquezas y a toda esperanza de este siglo. Mónica pudo cantar victoria. Su hijo ya se había subido a la regla del sueño. El año que le quedaba de vida lo pasó al lado de su hijo saboreando la miel del triunfo. En Casiciaco cuida de Agustín y sus amigos “como si fuera la madre de todos”. Interviene en sus diálogos filosóficos suscitando su admiración. En marzo del 387 está de nuevo en Milán, a donde Agustín ha vuelto para inscribirse en la lista de los catecúmenos. Ocurrió entonces el enfrentamiento de Ambrosio con la emperatriz Justina, que exigía la entrega a los arrianos de una iglesia de la ciudad. Mónica se puso al lado del obispo y se encerró con él en la iglesia para impedir el atropello.

Finalmente, la noche de Pascua, asiste llena de júbilo al bautismo de su hijo, de su nieto Adeodato y de Alipio, el amigo del alma de Agustín.

A las pocas semanas estaban todos en Ostia, a la espera de una nave que les devolviera a África. En la patria les sería fácil dar con un lugar apropiado para servir a Dios. Un día, mientras descansan del viaje, madre e hijo experimentan el llamado éxtasis de Ostia. Asomados a la ventana discurren juntos “sobre cómo sería la vida eterna de los santos […], llegando a tocar con el ímpetu de su corazón aquella región de la abundancia indeficiente en la que tú apacientas a Israel eternamente con el pasto de la verdad”.

Mónica presintió la cercanía de la muerte. “Hijo mío, nada me deleita ya en esta vida […] Una cosa deseaba y era el verte cristiano católico antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, puesto que, despreciada la felicidad terrena, te veo siervo suyo. ¿Qué hago ya aquí” (Conf. 9.10,26). A los cinco días cayó en cama y tras breve enfermedad expiró: “a los nueve días de su enfermedad, a los 56 años de su edad y 33 de la mía, fue libertada del cuerpo aquella alma religiosa y pía” (Conf. 9,11,28).

Agustín, plegándose a su última voluntad, enterró a su madre en Ostia: “enterrad este cuerpo en cualquier parte, ni os preocupe más su cuidado; sólo osruego que os acordéis de mí ante el altar del Señor […] Nada hay lejos para Dios ni hay que temer que ignore al fin del mundo dónde estoy para resucitarme” (Conf. 9,11,27-28).

Por la senda de la santida 

La Providencia dotó a Mónica de una naturaleza sana y la colocó en una familia creyente que la enderezó hacia el bien desde su más tierna infancia. Era inteligente, sensible, decidida y segura de sí misma. Pero como hija de Adán, también tuvo defectos. Era posesiva, de porte solemne y con una clara conciencia de su dignidad. Otras debilidades de su adolescencia y su excesivo interés por el triunfo profesional de su hijo ya quedan reseñadas. Quizá tampoco fuera totalmente limpio su dolor ante la partida del hijo.

A los 40 años Dios no era aún el único objeto de su vida. La tribulación, la oración continua, la Eucaristía diaria, el ayuno, la limosna, la obediencia filial a la Iglesia y el respeto y amor a sacerdotes y monjes irían despegándola día a día de su egoísmo y asimilándola más a su Divino Maestro.

El culto

Mónica se despreocupó de su cuerpo. Pero los cristianos no lo olvidaron. Anicio Auquenio Basso mandó esculpir en su tumba una inscripción métrica (408). El 9 de abril de 1430 Martín V trasladó sus restos a la iglesia romana de San Agustín y los depositó en una hermosa capilla, en la que siguen esperando la resurrección de la carne.

Las Confesiones de Agustín preservaron su memoria en la Iglesia, pero su culto sólo comenzó a difundirse tras el traslado de su cuerpo a Roma. Eugenio IV (1431- 47) instituyó en su honor una cofradía de madres cristianas y desde entonces su nombre siempre ha ido unido a ellas. En el siglo XVI Baronio la introdujo en el Martirologio Romano. Poco más tarde san Francisco de Sales ensalzó sus virtudes en su Introducción a la vida devota. En 1551 los agustinos ya celebraban la deposición del cuerpo (4 de mayo) y su traslado (9 abril). La última reforma litúrgica ha subrayado su conexión con su hijo al trasladar su memoria al día 27 de agosto, víspera de la fiesta de san Agustín.

En el siglo XIX su culto se generalizó. En 1850 surgió en la basílica parisiense de Nuestra Señora de Sión una asociación de madres cristianas, que, tras ser aprobada por Pío IX (1856), se difundió por todo el orbe. En 1858 ya había 317 uniones en Francia y 19 fuera de ella. A la asociación de Roma, en la que nuestra santa compartía el patronato con Nuestra Señora del Parto, se le agregaron entre 1884 y 1902 694 uniones radicadas a lo largo y a lo ancho de Italia. Otras 696 lo hicieron desde 1913 a 1930. En 1865 Bougaud publicó una afortunada biografía de la santa, traducida inmediatamente a varios idiomas.

En 1982 el padre Lorenzo Infante (1905-1997) fundó en Madrid la “Comunidad Madres Cristianas Santa Mónica” con el fin de formar madres, “que, convencidas de que la fe es el mayor tesoro que pueden legar a sus hijos, defiendan con eficacia la fe de los mismos”. Ya cuenta con miles de inscritas en varios países de Europa, América y Asia.

P. Ángel MARTÍNEZ CUESTA, OAR..

 

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Acerca de este blog

La Comunidad de Madres Mónicas es una Asociación Católica que llegó al Perú en 1997 gracias a que el P. Félix Alonso le propusiera al P. Ismael Ojeda que se formara la comunidad en nuestra Patria. Las madres asociadas oran para mantener viva la fe de los hijos propios y ajenos.

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