domingo, septiembre 13, 2015

Domingo XXIV del Tiempo Ordinario -B- Reflexión

A ciertas horas de la vida se desea una claridad mayor para no engañarse ni engañar. La razón puede ser, a mi juicio, que siempre queda un algo que se debe mirar desde la atalaya personal y para creer que es posible descubrir la identidad real.

De hecho, la única tristeza definitiva es la de no llegar a ser en plenitud lo que en verdad debemos ser. Y esto no es un juego de palabras, es necesidad de identificación: decidirse a ser lo que se es. La idea me surge desde la meditación del evangelio de hoy y cómo Jesús se define: el Hijo del hombre. Desde ahí abre el escenario de su identidad: tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día (Marcos 8, 31). Se deduce claramente que no hay postura media ni tampoco etapas; solo es ser y consecuentemente hay que abrir el panorama que, tiempo anterior, se pudo escuchar en la boca del profeta: Tengo cerca a mi defensor, ¿quién pleiteará contra mí? (Isaías 50, 8).

El Mesías señala con toda claridad, y sin miedo a las consecuencias, quién es y cómo debe ser. Esta elección básica, siguiendo al Maestro, nos capacita para administrar la fe en la vida, apostando a unas posibilidades (humildad, verdad, amor…) que condenan a otras al olvido (pereza, soberbia, fe a medias…). Esta decisión, teniendo, claro está, delante el ejemplo de Cristo, llena de una alegría insobornable, porque está hecha a favor del Camino y de la Vida: Cristo. La existencia diaria nos coloca ante una definición del corazón en la referencia a un seguimiento de Cristo que no se puede instalar en las medias tintas sino teniendo fijos los ojos en Dios que es nuestra fortaleza, No en vano dirigimos hoy al Señor esta plegaria: ¡Oh Dios!, creador y dueño de todas las cosas, míranos, y para que sintamos el efecto de tu amor concédenos servirte de todo corazón (oración-colecta). Penetrar en el fondo de la relación con Dios es siempre una gracia pero a la vez una aventura: salir de lo cómodo de una vida cristiana muy calculada a la valentía, desde la gracia, de convertir la vida en una confesión de fe.
 
Para muchos cristianos el ámbito de la fe queda restringido a un cumplimiento de normas o de
prescripciones y, en consecuencia, no se traduce en los hechos la fuerza de una interioridad como tampoco la expresión de un amor que sale de “módulos” acostumbrados, por no decir, carentes de expresividad. Cuando Jesús, ante la confesión de Pedro, aquilata el contenido de un seguimiento total a su Persona, pone en evidencia un dato que muchas veces ni se valora ni tampoco se intuye como identidad: ¿Conocemos a Cristo? ¿Creemos en Él? El evangelio nos aclara, desde las mismas palabras del Maestro, su identidad y nuestra correspondencia a la gracia que Él nos concede. No quedemos solo en oír lo que dice Jesús al final del evangelio de hoy: el que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga (Marcos 8, 34). Hay que salir de ser los espectadores pasivos en la fe si queremos gozar de la verdadera alegría, la de Dios que llena el corazón. De otra manera: si la fe no tiene obras, por sí sola está muerta (Santiago 2, 17).

Hoy, al leer y meditar la Palabra de Dios, es como si escucháramos una llamada a no refugiarnos en algún tipo de orilla (mediocridad, miedo a las exigencias…) ya que eso nos lleva a distanciarnos afectivamente de Dios. Y si eso sucede, nuestro corazón no late a lo cristiano, se crea un ambiente de distanciamiento del Evangelio, y dejamos apagadas las velas para el camino. Cabe pensar entonces que nos distanciamos, que no nos llama la atención el mensaje de Cristo y que, por otro lado, vamos en un vaivén sin límites. ¿Dónde queda el ejemplo de Jesús que, además de manifestarnos su infinito amor, nos describe desde el profeta hasta dónde llega el amor divino y cómo se convierte en “defensor de todos nosotros”? Por otro lado, recordemos lo que el apóstol Santiago nos clarifica: ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? (Santiago 2, 14).

Sin humillar a nadie debemos constatar a las claras que la fe de un cristiano debe, no solo expresarse, sino tener fuerza capaz de ser testimonio valiente y de vida consecuente al Evangelio. Tal vez no nos interroguen en plena calle si creemos o no, pero sí deben los demás encontrar en nosotros un testimonio de Cristo vivo en nuestras obras y en nuestras palabras. Recordemos la oración después de la comunión en la Eucaristía de hoy: La acción de este sacramento, Señor, penetre en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu, para que sea su fuerza, no nuestro sentimiento, quien mueva nuestra vida.

La pregunta, después de todo esto, es clara: Y vosotros ¿quién decís que soy yo? Y, ¿nuestra respuesta…?
P. Imanol Larrínaga, OAR

0 comentarios:

Related Posts with Thumbnails

Acerca de este blog

La Comunidad de Madres Mónicas es una Asociación Católica que llegó al Perú en 1997 gracias a que el P. Félix Alonso le propusiera al P. Ismael Ojeda que se formara la comunidad en nuestra Patria. Las madres asociadas oran para mantener viva la fe de los hijos propios y ajenos.

  © Blogger templates The Professional Template by Ourblogtemplates.com 2008

Back to TOP