Santa Mónica (XI) Muerte de Santa Mónica
Cuando llegó el momento de levantar el cadáver, lo acompañamos y
volvimos sin soltar una lágrima. Ni aun en aquellas oraciones que te
hicimos, cuando se ofrecía por ella el Sacrificio de nuestro rescate,
puesto ya el cadáver junto al sepulcro antes de ser depositado, como
suele hacerse allí, ni aun en estas oraciones, digo, lloré, pero sí
anduve todo el día interiormente muy triste, pidiéndote, como podía, con
la mente turbada, que sanases mi dolor; mas tú no lo hacías, a lo que
yo creo, para que fijase bien en la memoria, aun por sólo este
documento, qué fuerza tiene la costumbre aun en almas que no se
alimentan ya de vanas palabras.
Asimismo, me pareció bien tomar
un baño, por haber oído decir que el nombre de baño venía de los
griegos, quienes le llamaron baláneion (= arrojo), por creer que
arrojaba del alma la tristeza. Mas he aquí —lo confieso a tu
misericordia, ¡oh Padre de los huérfanos! (Sal 67,6)
— que,
habiéndome bañado, me hallé después del baño como antes de bañarme.
Porque mi corazón no trasudó ni una gota de la hiel de su tristeza.
Después
me quedé dormido; desperté, y hallé en gran parte mitigado mi dolor; y
estando solo como estaba en mi lecho, me vinieron a la mente aquellos
versos verídicos de tu Ambrosio. Porque,
Tú eres, Dios, creador de cuanto existe,
del mundo supremo gobernante,
que el día vistes de luz brillante,
de grato sueño la noche triste;
a fin de que a los miembros rendidos
el descanso al trabajo prepare,
y las mentes cansadas repare,
y los pechos de pena oprimidos.
Pero de aquí que poco a poco tornaba al pensamiento de antes, sobre tu sierva y su santa conversación, piadosa para contigo y santamente blanda y morigerada con nosotros, de la cual súbitamente me veía privado. Y sentí ganas de llorar en presencia tuya, por causa de ella y por ella, y por causa mía y por mí. Y solté las riendas a las lágrimas, que tenía contenidas, para que corriesen cuanto quisieran, extendiéndolas yo como un lecho debajo de mi corazón; el cual descansó en ellas, porque tus oídos eran los que allí me escuchaban, no los de ningún hombre que orgullosamente pudiera interpretar mi llanto.
Y ahora, Señor, te lo confieso en estas líneas: léalas quienquiera e interprételas como quisiere; y no se burle de mí, si hallare pecado en haber llorado yo a mi madre la exigua parte de una hora, a mi madre recién muerta entonces ante mis ojos, ella, que me había llorado tantos años para que yo viviese para los tuyos; antes bien, si es mucha su caridad, llore por mis pecados delante de ti, Padre de todos los hermanos de tu Cristo.
Conf. IX, 11, 32,33
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