Santa Mónica (V)
Estando ya inminente el día en que había de salir de esta vida —que tú, Señor, conocías, y nosotros ignorábamos—, sucedió a lo que yo creo, disponiéndolo tú por tus modos ocultos, que nos hallásemos solos yo y ella apoyados sobre una ventana, desde donde se contemplaba un huerto o jardín que había dentro de la casa, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de las turbas, después de las fatigas de un largo viaje, cogíamos fuerzas para la navegación.
Allí solos conversábamos dulcísimamente; y olvidándonos de lo pasado y proyectándonos hacia lo por venir (Flp 3,13), inquiríamos los dos delante de la verdad presente, que eres tú, cuál sería la vida eterna de los santos, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre concibió (1Co 2,9). Abríamos anhelosos la boca de nuestro corazón hacia aquellos raudales soberanos de tu fuente —de la fuente de vida que está en ti (Sal 35,10)— para que, rociados según nuestra capacidad, nos formásemos de algún modo idea de cosa tan grande.
Y como llegara nuestra plática a la conclusión de que cualquier deleite de los sentidos carnales, aunque sea el más grande, revestido del mayor esplendor corpóreo, ante el gozo de aquella vida no sólo no es digno de comparación, pero ni aun de ser mentado, levantándonos con más ardiente afecto hacia el que es siempre el mismo, recorrimos gradualmente todos los seres corpóreos, hasta el mismo cielo, desde donde el sol y la luna envían sus rayos a la tierra.
Y subimos todavía más arriba, pensando, hablando y admirando tus obras; y llegamos hasta nuestras almas y las pasamos también, a fin de llegar a la región de la abundancia indeficiente, en donde tú apacientas a Israel eternamente con el pasto de la verdad, allí donde la vida es Sabiduría, por quien todas las cosas existen, así las ya creadas como las que han de ser, sin que ella lo sea por nadie; siendo ahora como fue antes y como será siempre, o más bien, sin que haya en ella pasado ni futuro, sino solo presente, por ser eterna, ya que lo que ha sido o será no es eterno.
Y mientras estamos hablando y suspirando por ella, llegamos a tocarla un poco con todo el ímpetu de nuestro corazón (toto ictu cordis); y suspirando y dejando allí prisioneras las primicias de nuestro espíritu, tornamos al estrépito de nuestra boca, donde tiene principio y fin el verbo humano, en nada semejante a tu Verbo, Señor nuestro, que permanece en sí sin envejecerse y renueva todas las cosas (Sab 7,27).
Las Confesiones, X, 10, 23-24.
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