8. Culto y devoción a María
¿Tuvo San Agustín devoción a María y le honró con algún culto? La pregunta pudiera parecer ociosa, pero nos la hemos hecho para completar esta materia. El Santo distingue un cultodivino diferente de todo otro culto: “Hay un culto que se debe propiamente a Dios, y que en griego recibe el nombre de latreía, y significa el servicio que se refiere al culto divino” (De civ. Dei X 1, 1-2). Esta latreía ( = servicio) implica una sumisión a Dios como Señor de todo lo creado, el reconocimiento —interno y externo— de este señorío es el culto latréutico.
Al creador y Señor de todo no se le puede igualar con ninguna criatura y se debe un honor peculiar. En este sentido, el colere, dar culto, sólo se aplica al que se da a Dios, y así podia decir el mártir San Eulogio, diácono de San Fructuoso, cuando le preguntaba el juez: “Numquid et tu Fructuosum colis? –Ego non colo Fructuosum, sed Deum colo quem colit et Fructuosus” (Sermo, 273,3).. En este texto, el colere significa el culto dado al supremo Hacedor, y que no se puede atribuir a ninguna criatura por digna y santa que sea. Mas en un sentido menos estricto o más analógico, se llama también culto el que se da a los ángeles, a los santos, a los hombres insignes: “También se dice que damos culto (colere) a los hombres a quienes honramos con el recuerdo o la presencia”( De civ. Dei X 1, 2). Lo que llama aquí el Santo presencia honorífica alude sin duda, a ciertas muestras o ritos de veneración; v. gr., inclinaciones de cabeza o del cuerpo, postraciones, genuflexiones, de uso frecuente en el mundo en que él vivió.
Podemos hablar, pues, del culto de los ángeles, a quienes “honramos con nuestra caridad, pero no con culto de servicio” (latría) De ver. rel. 55, 110. En tiempo de San Agustín se tenía devoción a los ángeles, “a los cuales, como dichosísimos ciudadanos, veneramos y amamos en esta peregrinación mortal” (De civ. Dei XIX 23, 4). A propósito de los cuales formula esta doctrina: “Cualquiera de los ángeles que ama a este Dios, estoy seguro de que me ama también a mi. Quienquiera que en Él permanece y es capaz de oír nuestras oraciones, me escucha en Él. Quienquiera que le tiene a Él por sumo Bien, me ayuda en Él, ni puede envidiarme a mí que participe de Él” (De ver. rel. 55, 1120). Estos principios nos introducen en el tema del culto mariano, porque ningún bienaventurado ama más a Dios que su bienaventurada Madre. Ninguno mejor que ella permanece en Dios y es capaz de oír y escuchar nuestras oraciones. Nadie como ella ama el sumo Bien y nos ayuda para que todos los hombres participen del que ella dio al mundo para que lo abrazara y poseyera.
Un estudioso de gran autoridad mariana como el P. N. García Garcés, que ha estudiado este punto, dice concluyendo su estudio: “En los escritos de San Agustín encontramos el concepto de culto y devoción, con sus varios elementos, como casi los tenemos hoy día: reconocimiento de las excelencias superiores, veneración, alabanza, imitación” (N. GARCÍA GARCÉS, El culto a la Virgen en la doctrina de San Agustín p. 43). En realidad, María para San Agustín pertenece al misterio de Cristo; y por eso los encuentros con María están iluminados por la presencia de Cristo. Es decir, los misterios marianos más entrañables a la devoción del Santo fueron la encarnación y la natividad del Señor.
San Agustín contempla en ellos, admira, venera, ama, imita y suplica a la Madre de Dios. Y ésta fue su devoción mariana. Los ojos se le iban en pos de la doncella de Nazaret que nos dio a Cristo: “Este es el más hermoso entre los hijos de los hombres (Sal 44, 3); es el Hijo de Santa María, el Esposo de la santa Iglesia, a la que hizo semejante a su madre” (Sermo 195, 2). Dentro de esta trinidad vive y arde el corazón de San Agustín. “Contempla aquella doncella casta, al mismo tiempo virgen y madre” (Sermo 195, 2). No se cansaba de mirar la hermosura casta, virginal y maternal de María. En su predicación volverá mil veces a repetir sus admiraciones por este motivo. También se le paraban los ojos viendo a la Madre lactante: “¡Oh Madre!, alimenta con tu leche al que un día será nuestro alimento; da de comer al Venerar y amar es la esencia del culto cristiano.( Enarrat. in ps. 101, 1).
“En la doctrina del Santo se afirman e inculcan los privilegios, grandezas y oficios que fundan el culto que la Iglesia rinde a la Virgen y la verdadera e integral devoción mariana incluso con su carácter de singularidad e hiperdulía y con el matiz de piedad filial que ha consagrado el concilio Vaticano II precisamente tras haber citado a San Agustln» (ibid., p. 45). Pan que ha bajado del cielo y está en el pesebre como manjar de animales espirituales. Amamanta a quien te hizo digna de que Él fuera formado de ti; lacta a quien, concebido de ti, te regaló el don de la fecundidad y al nacer de ti no te quitó la gloria de la virginidad» (Sermo 369, 1). Esta prerrogativa le arrebataba de asombro y maravilla: “Siendo virgen, concibió; admiraos:sin perder la virginidad, dio a luz; admiraos más todavía: permaneció virgen después del parto”(Sermo 196, 1). Sin duda, el Santo se sentía corto de ingenio para ensalzar debidamente estos prodigios, y daba riendas a sus admiraciones cantando su singularidad, su gloria y resplandor de “miembro supereminente en la Iglesia”( DENIS, XXV 7).
Y subía a la fuente de donde le venía tanto bien, que es la gracia, la generosidad libérrima de Dios: “¿De dónde te viene a ti tan soberano don? Eres virgen, eres santa. Mucho es lo que mereciste y mucho más lo que recibiste de gracia”( DENIS, XXV 7). En este mundo maravilloso de la gracia divina, San Agustín se hallaba como en su centro y tomaba luz contra los maniqueos y pelagianos.
(Tomado del libro San Agustín del P. Victorino Capánaga)
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