DOMINGO III TIEMPO ORDINARIO (B)
La felicidad es la vocación
fundamental del hombre. Así lo confirman la bondad infinita de Dios
nuestro Padre, que nos ha creado para que vivamos alegres y seamos felices, y
así nos lo dice ese deseo íntimo que todos tenemos de ser dichosos y de vivir
contentos. La alegría, y no la tristeza, debe ser la expresión más normal de
nuestro vivir.
Pero el mismo Dios que ha plantado en nuestros corazones este anhelo de
felicidad es el que nos ha marcado los caminos para conseguirla. La mayor dicha
del ser humano, su mayor logro, está en descubrir los medios que le permitan
llegar a esta meta: ¿Cómo ser felices?
¿Cómo vivir alegres y contentos sin que nada nos haga sufrir? La respuesta a
estas preguntas ha marcado a la humanidad entera a lo largo de su historia.
A los cristianos se nos olvida a veces que el evangelio es una respuesta a
ese anhelo profundo de felicidad. No acertamos a ver en Cristo a alguien que
nos promete felicidad y nos conduce a ella. No terminamos de creernos que las
bienaventuranzas, antes que exigencia moral, son un anuncio de felicidad. El mayor error que estamos cometiendo
es buscar la felicidad por caminos que no conducen a ella. Es el gran pecado de
la humanidad: Querer ser felices viviendo de manera desordenada, alejados de
Dios, en comportamientos y actitudes no queridos por el propio Dios como son el
culto al dinero y al poder; los placeres del sexo, la violencia, las venganzas,
los odios... Ante esta situación, dramáticamente real, se alza la voz de Dios que
hoy en el profeta Jonás, en san Pablo o por boca de su Hijo nos está gritando: “Convertíos. ¿A dónde vais por esos caminos
de perdición?”.
Señor, instrúyeme en tus sendas
La Liturgia de la
Palabra nos propone unos textos que insisten en la bondad de Dios, en su perdón
sin límites ni fronteras, en la Buena Noticia de la Salvación que, por medio de
Cristo, quiere que alcance a todos los pueblos. Con Jesús el Reino de Dios ya
ha llegado a nosotros, pero su culminación tendrá lugar al final de los tiempos.
Mientras, el Señor pasa a nuestro lado y nos llama a seguirle, a entrar en
comunión con Él.
La primera lectura
nos refiere la conversión de los habitantes de Nínive. Dios, a través del
profeta Jonás, envía su mensaje a aquella ciudad, que era el símbolo de la
opresión, la injusticia y la corrupción para Israel. Los ninivitas escuchan el
mensaje del profeta, confían en el perdón de Dios, y dan muestras de
arrepentimiento, convirtiéndose de su mal comportamiento. La respuesta de Dios
no se hace esperar: Los perdona. El Señor mostraba así que su compasión, su
misericordia y perdón no quedaban encerrados en los límites del pueblo de la
Alianza. La conversión de los ninivitas aparece como un testimonio de confianza
en el perdón de Dios. El encuentro con el Dios de Israel, hizo posible su
conversión, y así llegaron a ser testigos, incluso para el pueblo elegido, de
la acción salvadora del Señor.
Cuando Pablo
escribe las recomendaciones que hemos escuchado en la segunda lectura, estaba
pensando en la inminente venida del Señor, en la Parusía. Al igual que muchos
cristianos de su tiempo, el Apóstol creía que esta venida gloriosa del Señor
Jesús, tendría lugar muy pronto. De ahí la exhortación de Pablo para que los
cristianos no absoluticen las cosas que en la vida cotidiana consideran
importantes: familia, relaciones, sentimientos, negocios, bienes… El apóstol
Pablo invita a relativizar todo esto, no a excluirlo. La fe en Jesús no es algo
que “adormece”, sino que nos despierta, nos hace salir de nosotros mismos y nos
pone en camino hacia el que sufre, hacia el necesitado, para ser
misericordiosos con ellos como lo es el Padre Dios, pues el Señor Jesús está en
ellos.
Convertíos y creed el Evangelio.
Según san Marcos, las primeras
palabras de Jesús cuando comienza su misión se refieren al Reino de Dios, a la
conversión y a la fe: “está cerca el
reino de Dios, convertíos y creed el Evangelio”. El nombre griego de
“conversión” es “metánoia”, que significa cambio de mentalidad, cambio de vida.
Ya no es
posible vivir como si nada estuviera sucediendo. Dios nos pide que trabajemos
con él para cambiar de mentalidad y transformar el mundo en el que vivimos. Por
eso grita Jesús: “Cambiad vuestra manera
de pensar y de actuar”. Nos pide que pensemos y que actuemos de otra manera
y que colaboremos con él en la creación de un mundo nuevo, de una sociedad
distinta.
Para ello,
debemos aceptar la “Buena Noticia”
que anuncia y tomarla en serio. Despertemos de la indiferencia. Creamos que,
desde el evangelio, es posible humanizar el mundo y construir una sociedad más
justa y más comprensiva, en la que desaparezcan los odios, las guerras y la
enemistad y donde sea posible el amor y vivamos en paz, comenzando por nuestra
familias.
“Está llegando el reino de Dios”. Jesús, con un
tono desacostumbrado, sorprende a todos anunciando algo que ningún profeta se
había atrevido a declarar: “Ya está aquí
Dios, con la fuerza creadora de su justicia, tratando de reinar entre nosotros”.
Jesús vive a Dios como una Presencia buena y amistosa, que está buscando
abrirse camino para humanizar nuestra vida. Por eso lo llama “Padre” y, en su
nombre, perdona los pecados, cura las enfermedades, acoge a los débiles y
pecadores, muestra su predilección por las mujeres y los niños, respeta a
todos. Toda la vida de Jesús es una llamada a la esperanza. No es verdad que la
historia tenga que discurrir por los caminos de injusticia que le trazan los
poderosos de la tierra. Es posible un mundo más justo y fraterno. Luchemos para
modificar la trayectoria de la humanidad.
¿Cómo podemos
vivir tranquilos observando que el proyecto creador de Dios esté siendo
aniquilado por la tiranía de los violentos? Hagamos lo posible para construir
un mundo en paz en el que vivamos más alegres y nos sintamos más felices. Es lo
que quería el propio Jesús: “Dichosos,
felices, los que luchan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios”. Es
lo que encomienda también a los primeros discípulos cuando los llama para que “sean pescadores de hombres”, para que
los conviertan a una nueva vida.
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