domingo, abril 21, 2019

DOMINGO DE PASCUA – C- Reflexión

Es la fiesta más importante del año litúrgico. Es el centro de todas las fiestas. Vinieron después los domingos, pascua cada uno de ellos. Y las celebraciones del Señor, desde su Encarnación hasta la Ascensión. Y Pentecostés, la segunda en importancia. Y las de la Virgen y los santos. Y así se fue con formando todo el año litúrgico de la Iglesia.

El Domingo de Resurrección es la fiesta del gozo pleno, del aleluya incontenible. Cristo resucitó y, con él, nosotros. Todos, por nuestro bautismo y la gracia, hemos pasado de la muerte a la vida, de la esclavitud del pecado a la libertad de hijos de Dios. Es la Pascua del Señor y también nuestra Pascua.

Hemos creído, y creemos, en la resurrección de Jesús, no porque hayamos visto con los ojos de la cara el sepulcro vacío, sino porque los ojos del corazón, que son más penetrantes y más limpios, nos dicen que Él está vivo, que está con nosotros, que ha inaugurado para todos un camino que lleva a la vida plena sin terminar en la muerte. 

Pero es un camino que pasa por la cruz, porque en ella se ha manifestado el amor inmenso de un Dios, que es Padre siempre bueno y compasivo, un Padre que goza y hace fiesta con todos los redimidos por su Hijo.

María Magdalena fue al sepulcro en busca de un cadáver. Todavía era oscuro para ella el camino por donde transitaba ella misma y su amor. No encontró nada y se sobresaltó. Echó a correr para comunicar la noticia. Pero nuestro camino, el camino de la fe, se hecho luz. No hay sobresalto en nosotros, sino gozo. No buscamos un cadáver, sino a quien está vivo porque ha resucitado.

“Entró, vio y creyó”, dice Juan de sí mismo. ¿Qué vio? Nada. Un sepulcro vacío no era prueba alguna de que Cristo hubiera resucitado. Un indicio probable nada más. Pero vio también con los ojos del corazón y por eso creyó. 

Nosotros creemos también. No necesitamos pruebas. Y, al creer, somos felices y dichosos, como dijo el mismo Jesús en su encuentro con Tomás todavía incrédulo. Vemos y experimentamos su amor entregado en una muerte que nos dio la vida, que será plena y definitiva cuando nos encontremos con el Padre. Somos felices porque creemos sin haber visto con los ojos de la cara, pero sí con los del corazón. Como Juan.

 A pesar de todo, y porque somos de condición humana y por tanto limitados y débiles, podría aquietarse nuestra fe, o vivir habituados a creer sin más, o a no correr en busca de Jesús y adherirnos a él con un amor siempre creciente. O quizás lo buscamos, como si todavía fuera un cadáver, en ritos vacíos, en una vida cómoda e incomprometida, en un cristianismo costumbrista, en “un hasta aquí y no más”. 

Y nos preguntamos: ¿Qué buscamos cuando buscamos a Cristo? O con otras palabras, ¿qué es Cristo para nosotros? ¿Qué significa o que nos exige para nuestra vida de “creyentes” creer en Jesús? ¿Tenemos limpios los ojos del corazón para “ver” con claridad a Cristo resucitado y vivo entre nosotros?  ¿Somos indicadores en el camino para que quienes nos vean y conozcan sean también buscadores de Jesús vivo?

Cristo es la buena noticia que ha llegado hasta nosotros y que no nos la podemos guardar en una caja fuerte para que no se pierda. Seamos arroyo que fluye, como dice san Agustín, y no depósito que contiene. Seamos pregoneros del mensaje mejor con nuestra vida y la palabra. La gran noticia – y no hay mayor que ésta – debe estallar muy dentro de nosotros como una luz que alumbre en este mundo de tinieblas, para que todo puedan “ver” y creer.

Seamos luz prendida en el cirio de la vigilia pascual, Cristo resucitado, que ilumine nuestro caminar y el caminar de muchos. Vivamos la Pascua, la fiesta mayor, y compartamos nuestro gozo con quienes están abatidos por el pecado, o hambrientos del verdadero pan de vida, o sedientos de verdad sin engaños, o necesitados de perdón, acogida fraterna y amor del bueno. Aleluya es nuestra Pascua, y nuestra Pascua es vida nueva en Cristo, que vive y reina en el corazón de los creyentes.

P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

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