lunes, enero 14, 2019

EL BAUTISMO DE JESÚS

Después de la Epifanía o manifestación a los Magos de Oriente del Jesús niño, hoy, en su bau-tismo, celebramos su Epifanía o revelación como hijo de Dios con la que da comienzo a su vida pública. Con esta festividad concluimos el tiempo de Navidad en el que hemos procla-mado nuestra fe en el Niño Dios y en nuestra propia divinización en él. Dios, al compartir en cuanto hombre nuestra naturaleza humana, nos ha dado la gracia de participar de su propia divinidad. Al humanarse nos ha divinizado a nosotros.

Ambos aspectos resplandecen vivamente en el bautismo de Jesús. Jesús de Nazaret bajó al Jordán y se sumergió en sus aguas purificadoras junto con sus hermanos pecadores, pero, cuando sale del agua, Dios lo proclama su Hijo amado, y el Espíritu, cuando se posa sobre él, manifiesta que es el consagrado por excelencia, el Ungido por el Señor, el Cristo. Por eso el Bautista Juan, puede testificar: Es el Hijo de Dios, el que purificó el pecado del mundo. Jesús entró en el agua para santificarla. Cuando sale de ella, saca junto a sí a la humanidad que esta-ba sumergida en las aguas del pecado y del olvido de Dios. Jesús es el libertador, el salvador, el que hace retornar a los humanos al hogar de Dios. Así nos lo presenta el profeta Isaías.

Mirad mi siervo a quien prefiero
El poema de Isaías presenta al siervo de Yahveh, elegido por él. Su espíritu lo consagra para establecer entre los pueblos el derecho, que es la ley de Dios, su revelación. Este siervo se pre-senta humilde, sencillo, manso, delicado; pero en su actuación es firme, tenaz, fiel hasta con-seguir la aceptación de su mensaje. Dios lo guía amorosamente, lo pone como alianza para las naciones, luz de los pueblos, libertador de los oprimidos. El bautismo significa para Jesús su unción como siervo amado y salvador.

Tú eres mi hijo, el amado
Jesús vivió en el Jordán una experiencia que marcó para siempre su vida. No se quedó con el Bautista y tampoco volvió a su trabajo en la aldea de Nazaret. Movido por un impulso incon-tenible, comenzó a recorrer los caminos de Galilea anunciando la Buena Noticia de Dios.

Los evangelistas no pueden describir lo que ha vivido Jesús en su intimidad, pero han sido capaces de recrear una escena conmovedora para sugerirlo. Está construida con rasgos alegóri-co-bíblicos de hondo significado: Los cielos se rasgan, pues ya no hay distancias; Dios se co-munica íntimamente con Jesús. Se oye una voz venida del cielo: Tú eres mi hijo querido. En ti me complazco.

Esto es lo decisivo en la vida de Jesús y es lo que escucha en su interior: Tú eres mío. Eres mi hijo. Tu ser está brotando de mí. Yo soy tu Padre. Te quiero entrañablemente; me llena de go-zo que seas mi hijo; me siento feliz. En adelante, Jesús lo llamará con este nombre: Abbá, Padre.

De esta experiencia brotan dos actitudes vividas por Jesús y que trató de contagiar a todos: confianza increíble en Dios y docilidad. Jesús confía en Dios de manera espontánea. Se aban-dona a él sin recelos ni cálculos. No vive nada de forma forzada o artificial. Se siente hijo que-rido. Por eso enseña a todos a llamar a Dios Padre. Siente pena de la fe pequeña de sus discí-pulos y les manifiesta que con esa fe raquítica no se puede vivir. Por eso, les repite una y otra vez: No tengáis miedo. Confiad. Toda su vida la pasó infundiendo confianza en Dios.

Al mismo tiempo, Jesús vive en una actitud de total docilidad a Dios. Nada ni nadie lo aparta-rá de ese camino. Como hijo bueno, busca ser la alegría de su padre. Como hijo fiel, vive iden-tificándose con él, imitándole en todo.

Es lo que trata de enseñar a todos: Imitad a Dios. Imitad a vuestro Padre. Sed buenos del todo como vuestro Padre del cielo que es bueno. Reproducid su bondad. Es lo mejor para todos. En tiempos de crisis de fe no hay que perderse en lo accesorio y secundario. Hay que cuidar lo esencial: la confianza total en Dios y la docilidad humilde. Todo lo demás viene después.

Tú eres mi hijo, el amado
Dice Henri Nouwen que los hombres y mujeres de hoy, llenos de miedos e inseguridad, nece-sitan más que nunca ser bendecidos. El hombre contemporáneo ignora lo que es la bendición y el sentido profundo que encierra. Se ha olvidado que “bendecir” (del latín benedicere) signifi-ca literalmente “hablar bien”, decirles cosas buenas a los demás, y, sobre todo, decirles nuestro amor y nuestro deseo de que sean felices.

Todos necesitamos oír cosas buenas, pues entre nosotros hay demasiada condena. Son muchos los que se sienten maldecidos más que bendecidos. Algunos se maldicen incluso a sí mismos. Se sienten malos, inútiles, sin valor alguno. Bajo una aparente arrogancia se esconden con fre-cuencia personas inseguras que no se aman a sí mismas. Todos necesitamos escuchar en el fon-do de nuestra conciencia una palabra de bendición. Debemos sentirnos amados a pesar de nuestra mediocridad y de nuestros errores. Pero, ¿dónde está esa bendición? ¿cómo sentirnos seguros de que Dios nos quiere?  Ninguno debemos olvidar esta gran verdad: “Yo soy amado, no porque soy bueno, santo y sin pecado, sino porque Dios es bueno y me ama de manera in-condicional y gratuita en Jesucristo. Soy amado por Dios ahora mismo, tal como soy, antes de que empiece a cambiar”.

Los evangelistas narran que Jesús, al ser bautizado por Juan, escuchó la bendición de Dios: Tú eres mi Hijo, el amado. Esa bendición de Dios sobre Cristo también nos alcanza a nosotros. Cada uno podemos escucharla en el fondo de nuestro corazón : Tú eres mi hijo amado. Eso será lo más importante durante este año. Cuando las cosas se te pongan difíciles y la vida te parezca un peso insoportable, recuerda siempre que eres amado con amor eterno.

 P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR,

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