domingo, junio 09, 2013

Reflexión


PERDER AL SER QUERIDO

Pocas experiencias hay tan dolorosas en la vida como la pérdida de un ser querido. El amor no es eterno. La amistad no es para siempre. Tarde o temprano llega el momento del adiós. Y de pronto todo se nos hunde. Impotencia, pena, desconsuelo; nuestra vida ya no podrá ser nunca como antes. ¿Cómo recuperar de nuevo el sentido de la vida?

Lo primero es recordar que liberarnos del dolor no quiere decir olvidar al ser querido o amarlo menos. Recuperar la vida no es una deshonra ni una ofensa a quien se nos ha muerto. De alguna manera, esa persona vive en nosotros. Su amor, su cariño, su manera de ser nos han enriquecido a lo largo de los años. Ahora hemos de seguir viviendo.

Hemos de elegir entre hundirnos en la pena o construir de nuevo la vida; sentirnos víctimas o mirar hacia adelante con confianza. El pasado ya no puede cambiar. Es nuestra vida de ahora la que podemos transformar. Reiniciar las actividades abandonadas; proponernos vivir una hora, esta tarde, un día, sin mirar con angustia nuestro futuro incierto.

Tal vez por dentro se nos acumulan toda clase de sentimientos cuando recordamos al ser querido. Momentos de gozo y de plenitud, recuerdos dolorosos, heridas mutuas; penas compartidas, proyectos que han quedado a medias. Cómo ayuda entonces poder comunicar lo que sentimos a una persona amiga; poder llorar con alguien que comprende nuestro desconsuelo.

Puede brotar también en nosotros el sentimiento de culpa. Ahora que hemos perdido a esa persona nos damos cuenta de que no siempre la hemos comprendido, que la podíamos haber querido mejor. No es justo torturarnos por errores cometidos en el pasado. Solo sirve para deprimimos. Es verdad que nuestro amor siempre es imperfecto. Ahora lo importante es perdonamos a nosotros mismos y sentirnos perdonados por Dios.

A veces no es fácil recuperarse. La ausencia del ser querido nos pesa demasiado, y la pena se apodera de nosotros una y otra vez. Puede ser el momento de acudir a la propia fe. Desahogarnos con Dios no es pecado. Dios no rechaza nuestras quejas. Las entiende. Cuántos creyentes han encontrado de nuevo la fuerza y la paz en esa oración: «No sé lo que hubiera hecho si no hubiera tenido fe»; «Dios me está dando la fuerza que necesito».

El evangelista Lucas nos describe una escena conmovedora que invita a despertar nuestra fe. Al acercarse a la pequeña aldea de Naín, Jesús se encuentra con una viuda que ha perdido a su hijo único, al que llevan a enterrar. Al verla, Jesús se conmueve. Y de sus labios salen dos palabras que hemos de escuchar desde lo más hondo de nuestro ser como venidas del mismo Dios: «No llores». Dios nos quiere ver disfrutando por toda la eternidad a quienes la muerte nos ha separado.

ANESTESIA

Es increíble la necesidad que parece tener nuestra sociedad de exhibir trágicamente el sufrimiento humano en las primeras páginas de los periódicos y las pantallas de la televisión.

La fotografía de una mujer llorando a su marido enterrado en una mina, la imagen de un niño agonizando de hambre en cualquier país del Tercer Mundo o la de unos palestinos acribillados a balazos en su propio campo de refugio, se cotizan en muchos miles de dólares.

Todos los días leemos las noticias más crueles y contemplamos imágenes de destrucciones en masa, asesinatos, catástrofes, muertes de víctimas inocentes, mientras seguimos despreocupadamente nuestra vida.

Se diría que hasta nos dan una «cierta seguridad», pues nos parece que esas cosas siempre pasan a otros. Todavía no ha llegado nuestra hora. Nosotros podemos seguir disfrutando de nuestro fin de semana y haciendo planes para las vacaciones del verano.

Cuando la tragedia es más cercana y el sufrimiento afecta a alguien más próximo a nosotros, nos inquietamos más, no nos sentimos cómodos, no sabemos como eludir la situación para poder encontrar de nuevo la tranquilidad perdida.

Porque, con frecuencia, es eso lo que buscamos. Recuperar nuestra pequeña tranquilidad. A ratos, deseamos que desaparezcan el hambre y la miseria en el mundo. Pero simplemente para que no nos molesten demasiado. Deseamos que nadie sufra junto a nosotros, sencillamente porque no queremos ver amenazada nuestra pequeña felicidad diaria.

 De mil maneras, nos esforzamos por eludir el sufrimiento, anestesiar nuestro corazón ante el dolor ajeno y permanecer distantes de todo lo que puede turbar nuestra paz. La actitud de Jesús nos desenmascara y nos descubre que nuestro nivel de humanidad es terriblemente bajo.

Jesús es alguien que vive con gozo profundo la vida de cada día. Pero su alegría no es fruto de una cuidada evasión del sufrimiento propio o ajeno. Tiene su raíz en la experiencia gozosa de Dios como Padre acogedor y salvador de todos los hombres.

Por eso, su alegría no es una anestesia que le impide ser sensible al dolor que le rodea.  Cuando Jesús ve a una madre llorando la muerte de su hijo único, no se escabulle calladamente. Reacciona acercándose a su dolor como hermano, amigo, sembrador de paz y de vida.

En Jesús vamos descubriendo los creyentes que sólo quien tiene capacidad de gozar profundamente del amor del Padre a los pequeños, tiene capacidad de sufrir con ellos y aliviar su dolor. Quien sigue las huellas de Jesús siempre será una persona feliz a quien le falta todavía la felicidad de los demás.

P. Julián Montenegro

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Acerca de este blog

La Comunidad de Madres Mónicas es una Asociación Católica que llegó al Perú en 1997 gracias a que el P. Félix Alonso le propusiera al P. Ismael Ojeda que se formara la comunidad en nuestra Patria. Las madres asociadas oran para mantener viva la fe de los hijos propios y ajenos.

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