Cultivar la fe en familia (3)
3. Vivir el Evangelio en familia
Una fe sin obras,
nos recuerda la Carta de Santiago, es estéril (cf. Sant 2,20). No entra
en el Reino de los cielos el que dice “Señor, Señor”, sino el que
cumple la Voluntad del Padre (cf. Mt 7,21).
La familia
que reza, la familia que estudia su fe, también sabe vivir aquello que
ha llevado a la oración, busca aplicar lo que ha conocido gracias a la
bondad del Padre que nos ha hablado en su Hijo.
La mejor
escuela para vivir como cristianos es la familia. Las indicaciones que
podrían ofrecerse son muchísimas, como son muchas las enseñanzas morales
que encontramos en la Biblia (los diez Mandamientos, el Sermón de la
montaña, etc.) y que la Iglesia nos explica en la Tercera Parte del
Catecismo. Como un resumen, el Catecismo enumera las 14 “obras de
misericordia” (7 corporales y 7 espirituales) que ilustran ampliamente
cuál es el modo de vivir según el Evangelio.
Para
concretar un poco más cómo vivir evangélicamente, enumeremos algunos
ámbitos en los que la familia se hace educadora en el arte de actuar
como cristianos auténticos.
El primer ámbito, desde
luego, es el de la propia familia. Vivir el Evangelio implica crear un
clima en el hogar en el que se lleva a la práctica el principal
mandamiento: la caridad. El amor debe ser el criterio para todo y para
todos.
Ese amor se aprende, se hace vida, cuando los
hijos ven cómo se tratan sus padres. Si los padres se aman
profundamente, si saben darse el uno al otro como Cristo se dio por la
Iglesia (cf. Ef 5,21-33), si saben perdonar hasta 70 veces 7 (cf. Mt
18,22), si confían en la Providencia más que en las cuentas del banco
(cf. Mt 6,24-34), si ayudan al peregrino, al hambriento, al sediento, al
desnudo, al enfermo, al encarcelado (cf. Mt 25,33-40)... los hijos
habrán encontrado en la familia un auténtico “Evangelio vivo”.
Aprenderán entonces a dar gracias, a ayudar al necesitado, a compartir
sus objetos personales, a escuchar a quien desea hablar, a dar un
consejo a quien tenga dudas (de matemáticas o de fe...).
La caridad debe ser el criterio para lo que uno hace y para lo que uno
deja de hacer. Por ello, la misma caridad lleva al católico a mortificar
los apetitos de la carne, a controlar las propias pasiones, a huir de
aquellos estilos de vida que nos atan al mundo, que nos llevan al
egoísmo y a alejarnos de Dios y del prójimo.
No hay
verdadera vida cristiana allí donde no hay abnegación. Hay vida
cristiana allí donde cada uno renuncia al propio “yo”, cuando aprende a
desapegarse de lo material para abrirse confiadamente a la providencia
del Padre de los cielos (cf. el texto que ya citamos de Mt 6,24-34).
Aprender lo anterior resulta clave para lograr una familia
auténticamente cristiana. ¿De qué manera puede conocer un hijo cómo se
vive el Evangelio si ve en sus padres rencillas, malas palabras, afición
por el dinero, críticas continuas a otros familiares o conocidos? Al
revés, el hogar en el que Cristo ha entrado realmente en los corazones
se convierte en un continuo testimonio de aquella caridad que nos plasmó
el Espíritu Santo en 1Cor 13.
Un “capítulo” que resulta
no fácil se refiere a modos de comportarse y de vestir, a diversiones, a
objetos de uso. La sociedad crea necesidades y los hijos sienten una
presión enorme que les hace desear lo que tienen otros y hacer lo que
“todos hacen”. Los padres de familia sabrán discernir entre cosas sanas
(como deportes no peligrosos y capaces de promover un buen espíritu de
equipo) y “necesidades” que son falsas y que pueden llevar a los hijos a
la ruina personal, incluso a la triste desgracia del pecado. Luchar
contra corriente puede parecer duro, pero vale la pena si tenemos ante
los ojos el premio que nos espera: la amistad con Cristo.
El segundo ámbito para vivir evangélicamente surge cuando la familia se
abre a los demás. Tratamos con personas muy distintas en las mil
encrucijadas de la vida. El corazón que aprende a vivir como cristiano
descubre en cada uno la presencia del Amor del Padre, el deseo de Cristo
de acogerlo en el número de los amigos, la acción del Espíritu Santo
que susurra en los corazones y que los guía hacia la Verdad completa.
Un cristiano necesita ver a todos “con los ojos de Cristo” (cf.
Benedicto XVI, encíclica “Deus caritas est” n. 18). Porque lo que se
hace al hermano más pequeño es hecho al mismo Cristo (cf. Mt 25,40).
Porque todos estamos invitados a ofrecer y a recibir cariño. Porque no
hay amor más grande que el de dar la vida los unos por los otros (cf.
1Jn 3,16).
Esta actitud se plasma en actos concretos, que
van desde el “enseñar al que no sabe” (las obras de misericordia
espirituales) hasta el “visitar y cuidar a los enfermos” (las obras de
misericordia corporales).
Es importante lo que uno hace
por el necesitado, y es importante la actitud con la que se hace. Sirve
de muy poco una limosna hecha con un rostro apático. En cambio, muchas
veces llega más al corazón necesitado una mirada llena de afecto que la
medicina regalada (desde luego, hay que velar también para que el
enfermo tenga sus medicinas...). Los hijos que ven en sus padres
actitudes profundas y gestos sinceros de amor al prójimo aprenden, más
allá de las palabras, lo que significa ver a Cristo en los hermanos.
Vivir el Evangelio llega hasta el heroísmo de amar al propio enemigo
(cf. Mt 5,43-48). Hay hogares en los que nunca se escucha una palabra de
odio o de amargura hacia quienes ofendieron en el pasado (quizá un
pasado muy reciente) a alguno de los miembros de la familia. Incluso hay
hogares en los que los hijos admiran a sus padres cuando saben acoger,
con los brazos abiertos, a alguien que les hizo daño, mucho daño...
La actitud profunda de amor a los otros lleva al apostolado, al
compromiso continuo por conseguir que muchos hombres y mujeres lleguen a
conocer a Cristo.
Es muy hermoso, en ese sentido,
descubrir a familias que se convierten en “misioneras”. Saben comunicar,
con su testimonio y con palabras oportunas, que Dios ama a todos, que
Cristo ofrece la Salvación, que la Iglesia es la barca regalada por Dios
para acometer la travesía que nos lleva a la Patria eterna.
4. A modo de conclusión
En el V Encuentro Mundial de las Familias que tuvo lugar en Valencia
(España), el Papa Benedicto XVI recordaba que “transmitir la fe a los
hijos, con la ayuda de otras personas e instituciones como la parroquia,
la escuela o las asociaciones católicas, es una responsabilidad que los
padres no pueden olvidar, descuidar o delegar totalmente” (Benedicto
XVI, 8 de julio de 2006).
El Papa añadía, de un modo muy
hermoso y comprometedor, que “la criatura concebida ha de ser educada en
la fe, amada y protegida. Los hijos, con el fundamental derecho a nacer
y ser educados en la fe, tienen derecho a un hogar que tenga como
modelo el de Nazaret y sean preservados de toda clase de insidias y
amenazas”.
Cuando un hijo pequeño empieza a preguntar a
sus padres cómo es Dios, surge en algunos hogares una cierta inquietud:
¿estaremos preparados para introducir al hijo en el mundo del Evangelio?
¿Seremos capaces de ofrecer a los hijos un hogar semejante al de
Nazaret?
Las preguntas inocentes del niño pueden
convertirse en una ayuda providencial por la que Dios se vale para mover
a los padres a elevar una oración confiada, para abrirse a la ayuda
divina a la hora de afrontar con mayor entusiasmo sus compromisos como
esposos llamados a la tarea de educar a los hijos en la fe.
“Padre Santo, los hijos que han nacido de nuestro amor existen porque
Tú los amas desde toda la eternidad. Enséñanos a cuidarlos siempre con
cariño exigente y con exigencia cariñosa. Danos luz y consejo para que
podamos transmitirles las palabras de tu Hijo. Ayúdales a vivir según tu
Amor. Protégelos de los peligros del mundo. Sobre todo, permítenos ser,
como esposos y como padres, ejemplos limpios y alegres de tu bondad y
de tu misericordia. Para que así, algún día, podamos cantar tu gloria,
todos juntos, como familia, en el lugar que Cristo nos ha preparado en
el cielo. Amén”.
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